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Escribo cuentos y novelas, doy clases, hago de periodista, traduzco. "Se esconde tras los ojos" (Alfaguara, 2000; Premio Clarín de novela) "Tangos chilangos" www.tangoschilangos.wordpress.com " Los destierrados" , El fin de la noche, 2009

Sunday, June 25, 2006

El vértigo 1

El vértigo que todos sentimos cuando algo está a punto de suceder

Para Mauro, mi Yeye

I

No cualquiera puede, o merece, descubrir el espíritu de la bebida. Hay que saber cómo, dónde y con quién hacerlo; hay que tener un código y un método: eso distingue a los bebedores de los borrachos. Un auténtico bebedor nunca termina la noche solo, y nunca está tan alterado como para no poder llegar a su casa. Una de las primeras cosas que aprendí es que quien sabe beber no hace, bajo la influencia del alcohol, cosas que no haría estando sobrio. El desesperado toma para escaparse, el tímido para ganar coraje, y ninguno de los dos lo logra. Ellos, en la bodega de mi bar, buscaban las dos cosas.

Algo que también aprendí es a mantenerme lejos de gente como esa. Son jóvenes, son torpes. Y, sobre todo, no saben beber. Cuando hacen algo, lo arruinan desde antes de empezar. Pero, como decía el Inglés, el que se está ahogando se agarra de donde puede: yo necesitaba cubrir algunas deudas y el bar estaba dando más gastos que ganancias. Los cobradores pasaban todas las semanas a recordarme el vencimiento de un nuevo plazo, y cada vez me resultaba más difícil negociar los pagos.

Taia no era un usurero, pero quizás por eso era más estricto que los otros. Cuando entraron por primera vez pensé que eran hombres de Taia. Los dos de alrededor de veinte años, los dos con campera de cuero y zapatillas. Me acuerdo que pensé que él debía estar muy cansado de mis atrasos para mandar a estos pibes a romper el local, porque para qué alguien como Taia iba a mandarme gente así. Cabeceé al Topo y a Don Martín para que entraran a la cocina y me quedé al lado del mostrador, con mi copita de anís en la mano, esperando que se acercaran.

Cuando los tuve cerca vi que estaban nerviosos y me asusté: al hablar con un pibe nuevo, y más si se lo ve nervioso, uno tiene que medirse. El último en entrar se adelantó y me señaló una de las mesas, como si estuviera pidiendo perdón por ocupar mi tiempo. Me tranquilizó pensar que sabía que el encargo de Taia era más de lo que él podía cumplir. Me senté donde se me había indicado y, antes de que pudiera decirle que volvería a demorarme con la cuota, él apoyó un maletín sobre la mesa y se aclaró la garganta:

- Venimos a pedir y a ofrecer algo. Le pedimos ayuda, y le ofrecemos la oportunidad de participar en la lucha más importante de este siglo. Por una recompensa, claro está. Representamos al Ejército de la Información.

Vacié mi copa de anís. Antes de elegir la botella les ofrecí un trago. Ninguno de los dos aceptó, y entonces agarré el anís turco que convido sólo a mis amigos, que saben tomar. Lo serví despacio, viéndolo caer casi gota por gota sobre el hielo. Ellos miraron el líquido transparente volverse blanco como si fuese un truco de magia.

- Ejército de la Información... ¿Y cómo es eso, che?

No dijeron nada. Un hombre de Taia ya me hubiese puesto un arma en la cabeza. De la cocina llegaba la risa del Topo.

- Nosotros somos un ejército, pero no peleamos por banderas convencionales ni por dinero. Peleamos por nuestros sueños, peleamos por las cosas en las que creemos: la libertad, el derecho de todos los hombres a ser felices.

El que estaba parado agregó, como si hubiera estudiado un libreto:

- La única forma de cambiar la realidad es manipulando la imagen que reciben las masas sobre esa realidad. La historia que se estudia en las escuelas no es la historia de los hombres y las batallas, como nos hacen creer. Es la historia de cómo se transmitieron esas batallas a la gente, y de cómo se usaron esos hechos para alterar la realidad.

La risa del Topo se hizo más fuerte; a Don Martín le debía costar contenerse. A mí, que había escuchado cosas parecidas antes, también me costaba.

- ¿Y en qué los puedo ayudar? Les aclaro que si lo que quieren es una colaboración, yo...

- No nos malinterprete: nosotros venimos a hablar de negocios. Ya le dije que para usted hay una recompensa. Usted tiene una deuda importante con un prestamista, un tal Taia, según tengo entendido, y también con un banco. Sus impuestos están impagos, y, aunque no lo sepa todavía, dentro de dos o tres días va a recibir una intimación. Nosotros vamos a cubrir todas esas deudas, y nos vamos a hacer cargo de los gastos de este local de ahora en más.

Me levanté y caminé hasta la barra para dejar la botella de anís en el estante de las bebidas importadas. Me había puesto nervioso, más nervioso que con cualquiera de los hombres de Taia.

- El bar no está en venta.

Me respondió el otro, que parecía más impaciente:

- No nos entiende. Lo único que le pedimos a cambio es la habitación detrás de la bodega y la llave de la puerta de servicio.

Volví a calibrar la ropa, el pelo largo, los hombros caídos, el cuerpo recargado sobre la pierna derecha. Apretaban los ojos como forzando la vista. Si escapaban de alguien, no era de alguien importante: nadie los tendría tan en cuenta como para ocuparse de ellos. No iban a pagar todas las deudas, de eso estaba casi seguro, pero cuando dejaran de pagar los echaría. Miré otra vez el maletín de cuero negro que llevaba el que había estado hablando conmigo. Ahí debía tener un adelanto: por lo menos iba a poder pagarle algo a Taia antes de que de verdad mandara a sus hombres.

- ¿Y cuándo la necesitan?

Sonrieron. El Topo ya no se reía.

- De ser posible, ya mismo. Tengo diez mil dólares en efectivo, y eso es sólo para empezar. Nosotros nos encargamos de mover las cosas que haya, y esta misma tarde traemos lo que necesitamos. Lo traemos en un camión de reparto, para que nadie sospeche.

- ¿Qué cosas? Si entra un solo revólver a esa bodega se me van inmediatamente.

- No, nosotros no somos de esa clase de gente- dijo uno.

El otro dijo, recitando igual que antes:

- Destruir objetos o eliminar personas es una acción del pasado. Si voláramos una fábrica la empresa la reconstruiría en pocos meses, y hasta ganaría dinero estafando a la compañía de seguros. Si matáramos a un empresario, otros tres ocuparían su lugar. Cualquier acción sobre cosas públicas sólo sirve para ponerse a la gente en contra, y lo último que queremos ser es mártires. Hoy en día hay una sola cosa que puede crear un efecto lo suficientemente fuerte: la información. El poder se mide por la información que uno pueda manipular.

No entendía de qué estaba hablando pero no lo interrumpí. Me alcanzaba con saber que no pensaban romper nada ni meterse con la policía. Como decía el Inglés, las armas las carga el diablo para que las descarguen los idiotas. Una de las primeras cosas que había dejado de pagar cuando empezó a faltarme la plata fue la contribución a la cooperadora policial, y sabía que si pasaba algo era seguro que no sólo no me iban a ayudar sino que además me sacaban la licencia. El del maletín continuó la explicación del otro:

- Véalo así: cuando alguien pone dinero en un banco, ese dinero no es un montón de billetes en una bóveda sino un número de registro de transacción. El dinero se mueve con códigos, números de cuenta, manejos electrónicos. Todo eso es información, ¿entiende? Lo que nosotros hacemos es cambiar esa información.

- O sea que se quedan con plata de otra gente. Son ladrones, son estafadores, a la larga, ustedes.

El que estaba parado pareció ofenderse. Habló rápido, moviendo las manos:

- No. Somos el Ejército de la Información. Queremos cumplir los sueños de la gente, que todos tengan la posibilidad de realizarlos. Nunca nos quedamos con más dinero del que se necesita para sostener nuestras operaciones, el resto va para otras personas.

- Ah, le roban a los ricos para darle a los pobres... como Robin Hood, qué bueno, che.

No le gustó mi tono. Apretó los puños como si se estuviera aguantando las ganas de pegarme. Son siempre así, no saben contenerse. Por suerte el del maletín estaba más tranquilo; debía ser el jefe:

- Nos malinterpreta, y no lo culpo. Lo que nosotros hacemos es más aleatorio. No queremos reparar injusticias sino realizar sueños, que no es lo mismo. Imagínese que en un banco todas las cuentas de parejas recién casadas o a punto de casarse tengan un cero más... y ese dinero no se lo sacamos a nadie: trabajamos de tal forma que el cambio no se detecta. Imagínese que un banco reconociera que sus computadoras, sin razón, cambian los estados de cuenta. Perdería la mitad de los clientes, y peor si se sabe que alguien puede cambiarlos desde afuera...

Me los empecé a tomar en serio. Dejaron el maletín atrás de la barra y quedamos en que volverían a las cinco de la tarde para mover las cosas de la bodega e instalarse. Después de que se fueron, el Topo salió de la cocina.

- ¿Qué hizo, jefe? ¿Está borracho o qué?

De otra persona no lo hubiera aceptado, pero el Topo me había conocido cuando yo recién estaba aprendiendo a beber, cuando todavía tomaba vino de la casa y cerveza nacional en la misma comida.

- ¿Te parece, Topo? Es plata, eso es lo que importa.

El Topo miró atrás de la barra, donde estaba el maletín.

- Por esa plata no vale la pena, esto va a terminar mal.

- Pagamos lo de Taia y hasta podemos darle algo a los proveedores. ¿A usted qué le parece, Don Martín?

Don Martín estaba mirando por sobre la puerta vaivén de la cocina sin decir nada. Él era callado, pero al poco tiempo de conocerlo me di cuenta de que cada vez que decía algo era mejor prestar atención. Eso fue apenas compré el bar: la única cosa que me pidió el dueño anterior fue que no despidiera a Don Martín, y que si podía le levantara un poco el sueldo. Es un hombre derecho, que no se mete donde no lo llaman. No bebe nunca; apenas si lo vi tomar un vaso de Fernet muy rebajado algún domingo al mediodía. Desde el principio es el encargado de abrir el bar, con el único juego de llaves que existe, aparte del mío. Eso es algo que el Topo no me perdona, pero él vive en una pensión y no tengo ganas de que me vacíen el local cada tres días- menos desde que dejé de pagar a la cooperadora policial. Como decía el Inglés, negocios son negocios. Don Martín arqueó las cejas:

- Esas decisiones las toma usted. Lo que usted decida está bien.

El Topo respiró hondo y pasó el trapo por la mesa donde nos habíamos sentado.

- Como quiera, jefe, pero yo le avisé.

No hacía falta la advertencia: vi lo mal que terminaron otros Ejércitos, otros soñadores, y también los vi volver al bar. Estos pibes parecían más inocentes, más pendejos, pero al principio los demás también me habían parecido inocentes y pendejos.

A las cinco y diez llegó un camión de reparto cargado de cajas demasiado grandes como para ser de vino. Manejaba el más nervioso de los que me habían hablado, que seguía inquieto aunque por lo menos ahora no me miraba con bronca; el del maletín no estaba. Uno que yo no conocía bajó de la cabina con unos papeles y me esperó en la puerta. Habló en voz demasiado alta:

- ¿No me abre la bodega así descargamos el pedido, maestro?

Después agregó, bajando el tono, que firmara tranquilo, que era para que nadie sospechara, y me extendió un papel en blanco sujeto a una tablita. Pensé que estaban exagerando, que nadie sigue camiones de reparto, y menos un sábado a la tarde. Hice un garabato cualquiera en el papel y le devolví la birome:

- Hacen bien. Como decía el Inglés, un amigo mío, uno nunca sabe.

Le pedí al Topo que abriera el portón del depósito, al lado de la puerta del bar; y desde atrás del camión bajaron otros dos. El que me había traído los papeles se quedó en la cabina mientras bajaban todo a la vereda. Si lo que querían era que pareciera un reparto, se habían equivocado bastante. Las cajas de cartón, cerradas con cinta ancha, eran demasiado pesadas; las bajaban con cuidado y las apoyaban en el suelo como si llevaran copas de cristal. Por lo que me habían dicho supuse que eran computadoras, aunque algunas de las cajas parecían demasiado grandes. Dejaron todo frente a la puerta del depósito; del camión sacaron un carrito.

El que había venido antes me pidió que les mostrara cómo llegar a la piecita y que les dijera qué hacer con las cosas que había.

- No hay mucho, pibe, no te preocupes: anaqueles de vinos y una que otra caja de importadas, que tranquilamente pueden llevar al depósito. Eso sí, por favor no rompan ninguna botella, no sabés lo que me costó conseguir algunas de esas cosas.

Caminamos sin decir nada hasta la vereda, y ahí le mostré la rampa, el pasillo entre las cajas del depósito y la piecita. Parecía como si el tipo no pudiera aguantar las ganas de sonreír, se notaba el esfuerzo en mantener esa cara de póker. Preguntó por interruptores de luz, por enchufes, por líneas telefónicas. Mientras se los señalaba, se aclaró la garganta:

- Quería pedirle disculpas por lo de esta tarde. No tendría que haberle...

No esperaba algo así; se veía que le costaba hablar. Supe que no lo decía por haber recibido órdenes del otro.

- No te molestés, pibe, está bien.

- Es que estaba preocupado, nervioso... yo nunca le hubiera...

Parecía una reacción exagerada, como si me tomara el pelo, pero estaba mirando al piso y movía las manos adentro de los bolsillos de su campera de cuero: aunque antes le había dado por lo menos veintitrés, ahora le calculé unos veinte años.

- Te agradezco la disculpa pero no hace falta.

- Es que todo esto me tiene muy nervioso, nos estamos jugando mucho... a veces creo que...

Levantó la vista y me miró con la cara de los que no saben tomar cuando les da la tristeza. Fue apenas un segundo, pero suficiente para ver que el pibe estaba mal. Me preocupó eso de “jugarse mucho”, pero más me preocupó imaginarme que los demás podían estar tan desorientados como él. Respiró hondo, volvió a aclararse la garganta:

- Ahora acomodamos todo y nos vamos. Esta noche vuelvo acompañado para armar el lugar, nos vamos a quedar hasta que abra mañana a la mañana.

Volví al mostrador. Había poca gente, los que vienen siempre a las cinco. Saludé y fui a ayudar a Don Martín con la máquina de café. El Topo estaba atendiendo las mesas al lado de la puerta, pero igual se le veía en la cara que seguía enojado. Estaba al lado de la mesa de Alfredo. Como todas las tardes, le acercó café con brandy apenas entró. El empezaba siempre con lo mismo. Eso se lo había enseñado apenas lo conocí: Alfredo había pasado los cuarenta y yo apenas tenía veinte. El, en esa época, tomaba como los desesperados, y de ahí le quedó una resistencia alta y la úlcera que lo obliga a intercalar vasos de leche entre los cordiales. Pensé en contarle lo de los pibes, pero como decía el Inglés, el que dejó la batalla no quiere oler pólvora.

Cuando el Topo volvió al mostrador vi el vaso de whisky sin hielo que se había servido; nacional, por el color.

- Topo, sabés que de mis botellas podés agarrar lo que quieras, pero te doy un consejo de amigo: escocés y con hielo.

No contestó. El sólo tomaba en las comidas, y apenas vino tinto: con los años había conseguido que, por lo menos, me dejara elegir la cepa y que no le pusiera soda. El Topo no era un bebedor, pero tenía espíritu de bebedor. La única vez que lo vi borracho, después de lo de la mujer, se comportó como quien sabe tomar: solo pero cerca de gente de confianza, sin molestar a nadie, con una sola bebida - creo que le sugerí ginebra holandesa. Al día siguiente pidió disculpas y no volvió a hablar del tema. Hay pocos como el Topo, cada vez quedan menos.

Siguió callado, enfocando el vaso como si fuera el que uno sabe que lo va a emborrachar. Yo le iba a decir algo más, pero él agarró el vaso y se fue a la cocina. Lo seguí, vi cómo vaciaba el whisky en la pileta. No era el momento de hablar. Miré a Don Martín: si él también estaba alterado yo les tendría que decir a los pibes que se buscaran otro lugar. Prefería cerrar el local cuando Taia se cansara de reclamarme los pagos antes que perderlos a los dos. Pero Don Martín estaba igual que siempre: en ese momento buscaba sobres de azúcar para los cafés. Lo que le pasaba al Topo, entonces, era algo de él, y ya me lo contaría en su momento. Miré para la cocina, estaba acomodando una bandeja de medialunas. Como decía el Inglés, hay que dejar dormir a los perros dormidos.

El camión de reparto arrancó. El que había hablado conmigo en la bodega entró por la puerta de adelante a pedir prestada una escoba.

- Estamos limpiando un poco antes de instalar nuestras cosas.

Le expliqué que en la bodega estaba el armario con todo lo de limpieza, que usaran lo que quisieran. Mientras el pibe se iba, el Topo lo miró con bronca. Esta vez, por lo menos, tomaba etiqueta negra. Seguía acomodando medialunas.

- Topo, hablá de una buena vez. Ya sé que todo esto te cae mal, pero debe haber otra cosa...

Siguió con la vista fija en la bandeja. Después noté el temblor de los hombros cuando el líquido le bajaba por la garganta. Lleva tiempo acostumbrarse a esa sensación, y mucho más tiempo disfrutarla. Si se logra eso con una bebida como el whisky, uno puede considerarse un especialista. Dejó la jarra de agua y el vaso en la bandeja. Me miró a los ojos:

- Si esos pibes se quedan acá yo me voy, jefe. Entiendo lo de la guita, pero esto me huele mal. No les creo.

- Hace unas horas me dejaste hacer y ahora me salís con esto... ya te dije, hay algo más. Hablá.

Levantó la bandeja:

- Al que se fue manejando la camioneta lo conozco. No sé los pibes estos, pero el tipo es pesado. Vivió en la pensión unos meses. Desaparecieron varias cosas en ese tiempo, pero todos le tenían miedo y nadie se animaba a encararlo. Cuando se fue, encontramos una caja de balas abajo del colchón. Quedaban pocas.

Salió con la bandeja y tomó algunos pedidos. Cuando volvió al mostrador en lugar de quedarse fue hacia la cocina. Si no quería seguir hablando yo no lo iba a obligar; había conseguido que me dijera lo que le molestaba y era suficiente. Era suficiente, también, para preocuparme.

(continuará...)

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