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Escribo cuentos y novelas, doy clases, hago de periodista, traduzco. "Se esconde tras los ojos" (Alfaguara, 2000; Premio Clarín de novela) "Tangos chilangos" www.tangoschilangos.wordpress.com " Los destierrados" , El fin de la noche, 2009

Sunday, July 02, 2006

El vértigo, parte II


II

Los pibes salieron de la bodega a las ocho de la noche. No pasaron a avisar que se iban, apenas si saludaron desde la vereda antes de cruzar. Tenía que esperar que viniera el del maletín: él era el que decidía, con él sí tenía sentido hablar. Eso lo aprendí hace mucho: hay que hablar siempre con los que mandan. Nunca discuto con vendedores, ni con empleados, ni con hombres de Taia: aunque se los convenza, no hay mucho que ellos puedan hacer. Nunca me peleo con ellos, tampoco: no deja de ser importante llevarse bien con los que hacen las cosas. Como decía el Inglés, hacete amigo del juez y también del secretario. Uno de los cobradores de Taia, sorprendentemente hombre de licores franceses, cada vez que venía a buscar los pagos se sentaba a tomar conmigo. Aunque era uno de los cobradores que más cosas solía romper, conmigo nunca tuvo problemas. Ahora yo había aceptado las disculpas del pibe, y con eso tenía la mitad del asunto a mi favor; con el del maletín me arreglaría esa noche.

Era sábado, pero no había muchos clientes. Mauro llegó a las ocho y media y se sentó al lado de Alfredo. Salió muy poca comida esa noche, y apenas si alguien pidió una copa de ginebra, aparte de Alfredo con sus cordiales y de Mauro, que esa noche tomó kirsch. Después de cenar revisé mis estantes buscando un licor de hierbas que me habían traído de Italia unos días antes, y recordé que lo había guardado en los anaqueles especiales del depósito. Eso me iba a dar una excusa para ver lo que habían hecho a la tarde. Cuando empecé a caminar me acordé de que ellos iban a mover todas las cosas y me preocupé: si le había pasado algo a una sola botella iba a romper todo lo que hubieran puesto.

Los anaqueles estaban donde yo los había dejado, cerca de la puerta. Tanteé la tecla de la luz y un brillo inesperado me encegueció por unos segundos. En lugar del portalámparas colgando de un cable, alrededor de las paredes había tubos y otras luces que iluminaban algunas mesas bajas y varias sillas; había cajas acomodadas a los costados. El piso estaba cubierto por una especie de alfombra, y en las paredes había láminas con tablas y gráficos que yo no entendía y un pizarrón blanco. No habían trabajado mal, considerando que eran dos y no habían estado allí más de tres horas.

En ese momento escuché que el portón se abría, y pasos, y la voz del hombre que yo esperaba. Agarré la botella y abrí la puerta de la piecita cuando estaban por entrar. Busqué con la mirada a los que habían estado esa tarde, les agradecí por no haber tocado mis bebidas y les dije que ya me estaba yendo. El del maletín me miró con la sonrisa de mi viejo cuando me encontraba escondido en su bodega. No le hice caso y salí. Cuando entraron todos le dije que después necesitaba hablar con él.

Ya no estaba de ánimo para el licor de hierbas: dudé entre sake y vodka, pero como había estado tomando en tono europeo no correspondía romperlo. Los que no saben beber mezclan mal las nacionalidades, no reconocen la patria de la bebida: ahí se ve el carácter de la tierra, de la gente que levantó las hierbas, de la madera de los toneles. El que sabe escucha a cada bebida contando una historia, y sabe qué historias se pueden escuchar en una misma noche. Si pruebo algo que no conozco, trato de no tomar nada más. Lo fundamental es sentir el efecto completo, poder escuchar los matices de cada voz. Estaba escuchando el segundo vaso de Stolitznaya cuando el del maletín colgó el saco en el respaldo de una silla y se sentó a mi mesa.

- Prefiero el Absolut, pero la suya no es mala elección- dijo.

Hay pocas cosas que soporte menos que los consejos de bebidas que dan los que no saben, los que creen que los vinos buenos son todos franceses y que el whisky se destila solamente en Escocia. Era de esperar que tomara Absolut, que eligiera la bebida por la imagen, por cuestiones de falso prestigio.

- Te quería hablar de lo que van a hacer ustedes acá al lado.

- Lo supuse. La explicación de hoy a la tarde no fue muy clara- dijo.

- No, no es eso. Lo que hagan es problema de ustedes. Te explico: tengo la sensación de que todo esto va a terminar mal. Tranquilizame.

Él estaba esperando esa pregunta, lo vi en su sonrisa.

- Le repito lo que le dije esta tarde: no hay nada de qué preocuparse. Hace meses que interferimos los sistemas de varias financieras y nadie sospecha nada, no van a enterarse nunca de que existimos. Y la policía tampoco: en esa pieza va a haber nada más que computadoras, un pizarrón y líneas de teléfono. Las líneas son legales, pero las llamadas que hacemos no son registradas por las compañías telefónicas. Somos indetectables.

- Eso ya lo sé... ¿cómo era que te llamabas?

La misma sonrisa.

- No me llamo César, pero dígame así, mejor.

Aunque no fuera el nombre verdadero, era algo: Mauro no se llamaba Mauro, pero desde hacía veinte años que lo conocía por ese nombre y nunca me importó averiguar lo que decía su documento de identidad. Con el pibe era diferente, pero ahora por lo menos sabía cómo llamarlo.

- A eso me refiero, César, no puedo confiar en alguien que ni siquiera me dice su nombre.

- No se preocupe... no estamos escondiendo nada.

Que me tomara por idiota era todavía más insoportable que sus consejos sobre vodka.

- ¿Quién manejaba la camioneta esta tarde? No tenía cara de saber mucho de computadoras...

Pensé que tenía una respuesta preparada para esto también, pero mi pregunta lo sorprendió. Como vi que no iba a contestar, puse la copa de vodka a contraluz:

- ¿Ves el reflejo azulado, pibe? El que vos tomás seguramente no lo tiene: es la firma del vodka ruso. Probablemente lo hayas visto en el Smirnoff original, no el de Estados Unidos. Ese se consigue fácil, pero el reflejo es mucho más suave. Dicen que es algo que le ponen cuando lo destilan, que es algo que hay en la tierra de donde sacan las papas: los que conocemos el vodka sabemos que eso, que este reflejo azul, es el alma de la bebida. Cada bebida noble tiene un color, una característica. Es más difícil ver eso que conocer a la gente, es un secreto mucho mejor guardado que tu nombre o cuánto le pagaron a ese matón de mala muerte para que los proteja.

Ese comentario lo sorprendió todavía más. Me miraba con la misma cara con la que había mirado esa tarde el vaso de anís. Intentó hablar, pero cada vez que parecía decidirse por una frase se interrumpía antes de la primer palabra; recorría con los ojos la botella de vodka, las paredes, las caras de los que estaban en el bar. Me acordé de la vez en que mi viejo me había preguntado por qué tomaba a escondidas las bebidas más baratas de la bodega y con las importadas no me atrevía. “Si vas a tomar hacelo bien, que no se diga que mi hijo toma sólo ginebra nacional y licor de huevo, que encima es bebida de mujeres”. Esa fue la primera vez que bebimos juntos, y ahí, como decía el Inglés, aprendí los cabos. Hay cosas que uno sólo puede aprender con el padre.

- Pibe, dejame darte un consejo: cuidate. Hay gente con la que mejor no meterse. ¿Vos qué tomás?

No entendió que lo estaba invitando hasta que me acerqué al estante de bebidas a dejar el vodka. Ahora que la noche había cambiado de graduación, el licor de hierbas tenía el tono justo. Habló con la voz de los pibes cuando piden caramelos en un kiosco:

- Tequila - dijo -, tomo tequila.

Era de esperarse. El tequila es la bebida fuerte de los débiles: lo toman como el suicida que salta de un balcón, ahogan el sabor con la sal. Elegí cognac, para mostrarle que en la vida también existen otras cosas. Dejé en uno de los estantes el licor de hierbas y llevé dos copas anchas a la mesa.

- Ahora vas a tomar conmigo, y vas a tomar bien. A lo mejor aprendés algo.

Después de templar las copas con agua caliente, las acosté sobre la mesa y decanté la bebida lentamente hasta que estuvo a punto de volcarse. El se llevó la copa a los labios apenas la enderecé.

- Pará, pibe. Dije que ibas a tomar bien, que ibas a aprender. Tomar cognac es como seducir a una mujer. Primero hay que abrazarlo, hay que dejar que la bebida se acostumbre a nuestro cuerpo, que tome nuestra temperatura.

- ¿No hay calentadores para eso? Son como mecheros con un soporte para poner la copa...

- ¿Le pedirías a alguien que seduzca a una mujer por vos? A las cosas hay que saber esperarlas. Todo tiene su tiempo. El cognac es... plácido, esa es la palabra: es para tomar con tiempo; es para satisfacer los ojos, el olfato, para dejarlo en el paladar hasta que baje despacio por la garganta y llegue, más despacio todavía, al resto del cuerpo.

Agarró de vuelta la copa, apretándola con mucha más torpeza de la necesaria.

- No la ahorques. Todo lo que se haga con el cognac se hace con delicadeza.

Me perdí en el juego de luz de la copa. La cara de César a través de la bebida era apenas una mancha que temblaba en el reflejo.

- No tengo paciencia para esto.

- Ya sé. Por eso traje el cognac, para que aprendas.

Asintió, y relajó la mano. Se movía todo el tiempo en la silla, pero en ningún momento volvió a presionar o sacudir la copa.

- Concentrate en el color, en la luz. Mirá las cosas a través de la bebida hasta que te resulten familiares. Recién ahí vas a estar listo para tomar, recién ahí vas a saber cómo.

Con la copa en la mano fui atrás de la caja. El Topo estaba en la cocina, mirando hacia donde el pibe se concentraba en el cognac frente a sus ojos. Yo también lo miré. Estaba claro que le faltaba aprender, y no sólo de bebidas. Todos pasamos por eso. Al principio, después de que mi viejo me enseñara, yo trataba de impresionar a mis amigos o a las mujeres que estaban alrededor de la barra con recetas de tragos poco conocidos. Las mujeres siempre se acercan a un buen bebedor, esa es una de las primeras cosas que aprendí; y también aprendí que el que bebe para conseguir mujeres falla siempre. Como decía el Inglés, la copa es una amante celosa. Cuando perdía el equilibrio, ninguna de las que antes me miraban quería quedarse cerca. Un bebedor puede ser un hombre interesante, un borracho es siempre un leproso. Por suerte tenía a mis amigos, que me levantaban y me ayudaban a llegar hasta la cama sin que escuchara mi madre. Una vez llegamos cuando el viejo estaba por salir a trabajar. A la noche, cuando volvió, me llevó al sótano donde tenía la bodega. “La otra vez te enseñé cosas que a mí me llevó años aprender, cosas que algunos no aprenden nunca; si así y todo vos llegás a casa como anoche es que tomás como un pendejo, y con eso no puedo hacer nada”, me dijo. César, sin moverse, seguía mirando el cognac. Se le notaba la impaciencia, las ganas de terminar la copa de un solo trago.

Por el ruido de las chapitas me di cuenta de que se acercaba el Topo con las manos en los bolsillos del delantal. No podía mirar al pibe y discutir con el Topo al mismo tiempo. Iba a decirle que hablábamos después, pero el Topo se me adelantó.

- Quería hablarle de lo de esta tarde, jefe.

- Topo, sabés que no importa.

Hundió las manos todavía más. Siempre hacía lo mismo cuando se ponía nervioso; en un cajón de la cocina guardaba hilo y aguja para las veces en que vencía las costuras de los bolsillos.

- Sí que importa. Si no pienso como usted tengo que aguantármela, como Don Martín.

Quedó en silencio, como esperando que le dijera algo, como buscando que yo le ahorrara el resto de la disculpa. Decidí dejarlo terminar.

- Lo del tipo me asustó, pero eso no me da derecho a faltarle el respeto, jefe. A usted no le puedo hacer eso.

Definitivamente no quedan muchos como el Topo. Apoyé la mano en su hombro, le dije que lo entendía, que no hacía falta aclarar nada. Me miró con cara de alivio, y se fue a levantar una mesa que se acababa de desocupar.

Cuando volví a mirar para el lado de César, él se fijaba la hora en su reloj. La copa de cognac estaba sobre la mesa, vacía. Debería haberlo sabido antes, se notaba que el pibe no tenía temple. Me acerqué a la mesa midiendo los pasos.

- Andate.

Ensayó una explicación pero lo corté en seco.

- No te lo voy a repetir.

Me miró entre sorprendido y enojado. No me entendía pero era lógico: le faltaba tanto que no tenía sentido explicarle. Se fue con el saco en la mano. Tomé el cognac para tranquilizarme, aunque no estaba de ánimo. A la mañana siguiente, antes de abrir el bar, los iba a sacar a todos a la calle. Hay cosas más importantes que diez mil dólares.

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