Textos largos que no entran en www.lopario.blogspot.com

About Me

My photo
Escribo cuentos y novelas, doy clases, hago de periodista, traduzco. "Se esconde tras los ojos" (Alfaguara, 2000; Premio Clarín de novela) "Tangos chilangos" www.tangoschilangos.wordpress.com " Los destierrados" , El fin de la noche, 2009

Thursday, November 23, 2006

Half chic, half kitsch, half cumbia, half disappointing


Cosa de negros, by Washington Cucurto (Santiago Vega). 2nd. edition, Interzona Editora, October 2006

This second edition of Cosa de negros is remarkable for two things. Firstly, it is not very often that contemporary Argentine literature gets to be reprinted and is made available to the public again. This goes to the credit of Interzona Editora, one of a sleuth of independent publishers which is putting forward a fresh and opinionated catalogue that leaves no room for compromise (in fact, this is only one of two reissues released by the imprint in the month of October). The second thing this book is notable for is its choice of literary universe: in a literature whose mainstream has looked at the European rather than the American, the academic more than the popular, high and middle classes more often than the lower rungs of the social ladder and "high culture" rather than "popular culture", Cucurto makes a bold, original move by searching for a narrative and poetic voice in the ignored, frowned-upon voices of the economic, social and cultural outcasts.

Washington Cucurto is the writing persona for poet, editor and narrator Santiago Vega, as well as the protagonist of Cosa de negros, the second half of this volume. In this guise, Vega explores the underbelly of urban life, celebrating the "unheard voices" of porteño life: the cumbia scene, Latin American immigration, Plaza Constitución, the peculiar blend of languages that comes from the different dialects of Spanish and guaraní, and bucketloads of urban colour. His references are cumbia lyrics, Latin American culebrones, a hypersexed reading of bolero sensitivity and every conceivable glitzy cliché that has been overlooked or stigmatized by bourgeois society and, particularly, the cultural establishment. Cucurto is not about finding flowers in the dirt, but creating an entire jewellery collection out of the foulest mud.

Also, and perhaps more importantly, Cucurto casts the notion of decorum out of the window, and writes over the top overdrive. More is more, and much more is much better: a stream of blood and hormones, rather than a stream of consciousness, seems to carry the writing along. The results are original at their best, but when the formula fails (as it often does) it can be extremely disappointing. If nothing else, Cucurto gets style points for finding, trying and sticking to his guns - having said that, and noting that Cucurto´s imagination is second to none, reading a long story written by an author whose only narrative trick is stepping on the gas pedal and shifting upo narrative gears to even highter levels of sex, speed and gore can be a tiresome, repetitive experience.

This is clear in the distinction between the interesting first half of the book, Noches vacías, and the more disappointing second half, Cosa de negros. Noches vacías showcases Cucurto´s gift of metaphor, language and poetic achievement, serving image after image of effective description and heartfelt elegiac complaint from a Paraguayan cumbianchero who drowns his romantic sorrows in sex & drugs & cumbia. It is short, punchy, vital and pulsing, a breathless sprint of narrative that lacks structure but doesn´t seem to need it anyway.

This is not so in Cosa de negros, the second story in the volume. Cumbia idol Washington Cucurto has come all the way from the Dominican Republic to take part in the 500 anniversary of the city of Buenos Aires. The story begins with the robbery of the hero´s instrument and a mad chase across Constitución that leaves Cucurto burnt, beaten up, half-naked and minus a saxophone. From then on, things collapse into the bizarre: music, sex, fans, managers, musicians, Ferraris, a gallery of bizarre characters which pay homage to figures of the cultural underground (The Typists of The Sorias, for instance, is a reference to Alberto Laiseca and his 1000-page novel), a kidnap attempt on the president and anything else under the fake lights of the cumbia world. Yet, the deliberate lack of narrative technique, the purposefulness sloppiness and the spiral of sex and gore get tired after a few pages, and the story goes on but the reader either gets on the train or gets left behind.

Cucurto´s first filiation is as a poet, and this is where he made his first mark. As an editor, he bent the post-devaluation limits with Eloísa Cartonera, a publishing house that produces cheap books with handmade cardboard covers which are put together by scavengers. As a cultural figure, his signature themes and style have made him a trademark... at the risk of repetition and a prevalence of style over matter. But isn't that, after all, the essence of kitsch?


Publicado en el suplemento On Sunday, del Buenos Aires Herald, el 11 de noviembre de 2006

Monday, September 04, 2006

Lado B: Marcelo

Todos en el pueblo dicen haberlo conocido de chico, pero lo cierto es que entonces nadie le prestaba mucha atención. Él lo recuerda bien: cada chica que lo despreció, cada chico que no lo eligió para su equipo de futbol, cada compañero de clase que no le prestó la goma de borrar, cada dueño de cada negocio que le negó el fiado, cada agente de policía que le pidió documentos, cada persona que en cada trabajo lo rechazó. Presume en los reportajes de la infancia feliz de cualquier chico de pueblo, y dice que le gusta volver para encontrarse a sí mismo lejos de las cámaras, entre las personas que lo vieron crecer, pero lo que él conoció fue el infierno grande que los pueblos chicos le reservan a sus descastados, los que menos se adaptan a la dura supervivencia de caminatas por la calle principal los fines de semana y fiestas a las que siempre las mismas personas no son invitadas y un solo colegio y un solo club, todo el pueblo una gran puerta que se les cierra en la cara.

Se fue de allí, no porque le faltaran espacio a sus sueños de grandeza sino porque le sobraban lugares a sus malos recuerdos: esquinas en las que había sido ignorado, zaguanes en los que había sido humillado, fiestas a las que no debió haber ido, salidas a las que nunca fue invitado, veredas en las que corrió para escapar de las burlas o los golpes de sus compañeros de colegio, calles de las que sólo conoció el asfalto en el que fijaba la vista para no cruzar la mirada con nadie.

En Buenos Aires, donde nadie lo conocía, se dedicó a exorcizar sus fantasmas hasta convertirse en lo que nunca habría imaginado ser, allí donde nada le recordaba su inagotable historia de fracasos, donde nadie lo había visto nunca fracasar.

Entonces floreció su personalidad ganadora, entradora, popular, atractiva. En una ciudad grande podía cambiar de ambiente si daba un paso en falso, pero a los pocos meses de llegar se encontró con que ya no necesitaría mudar de piel. Allí empezó su biografía oficial, sus primeros trabajos en los que era menos que el segundón de personas más reconocidas, el lento camino hacia las verdaderas oportunidades que llegarían con los años. Y con esas oportunidades, la única que en verdad le importaba: su presente exitoso y su futuro promisorio le compraron de a poco un pasado feliz, en un pueblo donde nadie se atrevía siquiera a recordar las cosas que habían pasado. Las calles estaban ahora llenas de viejos amigos, de hermanos del alma, de anécdotas felices que todos los demás se esforzaban por recordar o bien por inventar.

Él supo agradecer estas oportunidades, y junto con los demás actuó el funeral de sus malos recuerdos que sin embargo él aún recuerda, así como todos los demás, por más que se esfuercen en desempolvar fotos en las que se los ve sonrientes y juntos y contentos, felices como sólo puede serlo cualquier chico de pueblo.

Y en el pueblo compró una casa.

Y cuantas veces pudo mudó al pueblo su programa de televisión.

Y compró el club del pueblo.

Y donó, financió o fundó suficientes cosas como para que n el pueblo no hubiera forma de evitar su nombre.

Y ahora todos, porque lo conocen de antes y saben que detrás de esa alegría, de ese éxito, de esa catarata de buenas acciones, está el mismo chico cabezón, torpe y resentido que ellos supieron despreciar, el que no se vengó sólo porque no tenía los medios para hacerlo, esperan que algún día se coma al pueblo de Bolívar de un solo bocado, que los saque del mapa más rápido de lo que los puso en la televisión, que les cobre de a una y con intereses cada afrenta.

Pero, por el momento, todos sonríen y esperan.

Thursday, August 17, 2006

El vértigo, parte VII

VII

Don Martín me acercó una taza de café amargo apenas me vio entrar. Mientras le hacía lugar al lado de la caja me preguntó por qué le había gritado al pibe la tarde anterior. Sabía que me iban a hacer esa pregunta - Don Martín y el Topo estaban asomados a la puerta de la cocina cuando yo hablaba con el nervioso, igual que cada vez que hablaba con cualquiera de los pibes -, pero nunca hubiera imaginado que fuese Don Martín. El tono despreocupado podía indicar que lo de los pibes no le importaba o, por el contrario, que le importaba mucho. La única manera de saberlo era preguntándoselo, pero él no era de los que aceptaban una pregunta como respuesta.

- El pendejo se fue de boca, le tuve que decir que se vaya.

Hizo un comentario sin importancia y volvió a la cocina a buscar un pedido. Como siempre, la cara no lo traicionó. Varias veces lo habían tomado por jugador de póker, y una vez yo mismo sospeché que se había pasado la noche frente al paño, pero la idea de Don Martín apostando medio sueldo a una pierna de nueves era imposible. No me había dicho nada que justificara una pregunta directa, y para él una sospecha era una ofensa. Si no me apoyaba, tendría que hacerle caso al Topo o despedirlos a los dos, que era lo mismo que cerrar el bar.

Esa noche, cerca de las nueve, entró César. Se sentó al lado de la puerta como si quisiera tenerla cerca para salir corriendo si pasaba algo. Vi en sus ojos que en la noche anterior no había dormido. Me acerqué con la botella de Stolitznaya y dos vasos, me senté frente a él sin saludarlo.

- Vos dijiste que tomabas vodka: hoy vas a ver que no. Esto te va a enseñar la diferencia, y con un poco de suerte hasta te despeja.

Casi desde el sueño, sonrió con los ojos clavados en la pared que estaba detrás de mí.

- Es que estuvimos trabajando sin parar hasta recién. Fue una prueba nada más, pero cuando nos empecemos a mover en serio... Esta vez no van a poder esconder nada, ni siquiera van a saber que pasó algo. La mejor manera de atacar es cuando ellos no saben y no pueden defenderse.

El estaba demasiado dormido como para inventar algo, pero también como para saber lo que estaba diciendo. Le puse la copa llena sin decir nada, y la levantó despacio hasta ponerla a contraluz. Vi en sus ojos un reflejo del mismo destello azul que bailaba en la bebida y supe que le faltaba poco.

Lo dejé solo. A la media hora el nervioso le hizo señas desde la vereda. Detrás de él había varios pibes, y por las caras supe que lo que fuera que habían intentado había salido bien. César ensayó una sonrisa, levantó la mano como si lo que los separaba, el vidrio de la ventana, el vidrio del vaso y el vidrio de la botella, fueran una barrera, como si viera a sus compañeros desde un lugar donde el Ejército de la Información no importaba. Pero todavía no: sus ojos volvieron a enfocar la vereda y, sin terminar el vodka, fue con ellos. Una noche mi viejo me había llevado a la bodega de casa y me había sentado frente a un vaso de whisky. “Me llevó años conseguir esta botella, y la reservé para tomarla con vos cuando estuvieras listo”, dijo. Habíamos tomado juntos varias veces: mi viejo estudiaba cada una de mis miradas, cada movimiento, pero no hablaba más de lo necesario, y siempre para indicarme cómo tomar, qué hacer y qué no. Ese whisky era su aprobación, era casi un brindis, aunque una de las primeras lecciones había sido que el verdadero bebedor no brinda porque eso es para los que beben para celebrar, para los que buscan en la bebida cosas que están fuera de ella. Con el primer trago sonó el timbre, y supe antes de que mi madre llamara que eran mis amigos. Dudé un momento, pero al final bajé la vista, agarré el saco y salí de la bodega sin decir nada, sin siquiera darme vuelta para mirar a mi viejo. Mientras César entraba a la bodega comprendí por primera vez cómo se sintió él entonces, y en el espejo detrás de la barra vi la cara que no tuve el valor de enfrentar ese día.

Monday, August 07, 2006

Derrames: El vértigo, parte VI

Con una semana de retraso por receso invernal (sabrán disculpar), vuelve la historia de la que ya se habla en toda América.

César se levanta y vuelve por más, a pesar de las fisuras dentro del Ejército de la Información. ¿Redoblan el esfuerzoo aceleran la derrota?

César bajó del asiento del acompañante con un bolso y un libro. El que manejaba, un pibe con pelo corto y traje italiano, sacó una caja de cartón del baúl. Por el tamaño podía tener otra computadora o botellas de cerveza. Entraron a la piecita y cerraron la puerta.

El vértigo, parte VI

Con una semana de atraso (receso invernal, sabrán disculpar), la sexta parte de la historia que ya trascendió las fronteras...

Después de la primer pelea dentro del Ejército de la Información, César está listo para intentar un golpe más ambicioso todavía... ¿pero se acercan a la victoria o aceleran la derrota?

El jueves a la mañana, mientras estaba recibiendo un pedido de vinos, un auto estacionó frente al depósito. César bajó del asiento del acompañante con un bolso y un libro. El que manejaba, un pibe con pelo corto y traje italiano, sacó una caja de cartón del baúl. Por el tamaño podía tener otra computadora o botellas de cerveza. Entraron a la piecita y cerraron la puerta.

El vértigo, parte VI

El jueves a la mañana, mientras estaba recibiendo un pedido de vinos, un auto estacionó frente al depósito. César bajó del asiento del acompañante con un bolso y un libro. El que manejaba, un pibe con pelo corto y traje italiano, sacó una caja de cartón del baúl. Por el tamaño podía tener otra computadora o botellas de cerveza. Entraron a la piecita y cerraron la puerta. Al rato los vi salir cargando al que se había quedado haciendo guardia, que seguía mal por la ginebra. Lo metieron en un taxi y volvieron a la bodega; César saludó con la mano antes de entrar. Tenía la misma cara del primer día, un brillo en los ojos que tanto podía ser de ilusión como de ceguera. Yo sabía que iba a volver, pero no esperaba que se recuperara tan rápido. Me acordé de los brazos de Mauro, de los tajos sobre golpes sobre raspones de asfalto que tenía por pelear con la policía todas las semanas, heridas que no dejaban tiempo a que cicatrizaran las heridas anteriores. En verano, cuando usaba mangas cortas debajo del saco, todavía se le veían las marcas oscuras como tatuajes.

A la tarde llegaron otros dos pibes, y un rato después el nervioso. Se acercó a la mesa donde estaba tomando mi anís y me dio la mano.

- ¿Pasó algo, pibe?

Estaba tranquilo, pero tenía los hombros rígidos y una sonrisa forzada, como si estuviera tratando de venderme algo.

- Pasaba a saludar, nomás. El otro día cuando me fui estaba muy mal, ya le debe haber contado César del tipo éste que nos quiso vender con la cana...

- Por ese pibe no tienen que preocuparse, los que realmente te venden no te avisan antes. Como decía mi amigo el Inglés, el que avisa no es traidor pero a veces es cobarde.

Se había sentado frente a mí, la sonrisa todavía más estirada que antes. Me hacía acordar a los que no saben de bebidas cuando quieren impresionar, o a los borrachos de salón cuando tratan de conquistar una mujer.

- Sí, tenía razón su amigo.

Hizo una pausa, se movió en el asiento, movió la cabeza a los costados para relajar el cuello. No dije nada.

- Y usted, si pasa algo, ¿nos vendería?

Tuve ganas de tirarle el anís en la cara, pero preferí vaciarlo de un trago y golpear el vaso contra la mesa.

- Cuando tengas más años, y más alcohol, y algo de cabeza, te vas a dar cuenta de lo que acabas de decir. Rajá.

Empezó a disculparse, pero no contesté. En ese momento entró César, y le dijo al nervioso que lo necesitaban atrás. No lo saludé, el lugar de él ahora lo ocupaba César.

- Sé lo que le dijo Esteban, o me lo puedo imaginar. No me voy a hacer responsable, pero le pido que no haga caso. Estamos por hacer algo más grande que lo del banco, más arriesgado, y Esteban siempre fue bastante paranoico. Quédese tranquilo, usted es la última persona de la que desconfiamos.

- Me importa muy poco lo que crean o dejen de creer. Te lo dije antes, hagan lo que quieran pero no me jodan. De ahora en adelante no quiero ver a ninguno de tus pibes por acá. Si querés venir a la noche para seguir viendo si aprendés a tomar, vení, pero solo.

Asintió, se levantó en silencio. En la puerta se cruzó con Alfredo, que tenía la camisa arremangada.

Preparé el café con brandy y se lo llevé a la mesa. Alfredo lo aceptó en silencio y se concentró unos segundos en el aroma. Recordé lo que le había costado aprender la espera, la ciencia de darle tiempo a la bebida: una noche le pedí que sostuviera durante casi tres horas una copa de Cointreau antes de tomar. En todo ese tiempo Alfredo no movió los ojos del centro de la copa y su frente se cubrió de sudor, pero no tomó ni una gota. Ahora, cuando sin ponerle azúcar levantó la taza de café, cuando la espuma rozó apenas los labios casi cerrados, sentí en él la calma del bebedor. Por un momento tuve frente a mí la imagen de César, pero había algo mucho más fuerte. Esa noche me senté a tomar con mis amigos como hacía tiempo no me sentaba. Hablamos poco: ellos no hicieron preguntas, yo evité el tema. Por unas horas, por unas copas, fue como si nada nos hubiera sucedido, como si Alfredo no hubiera abandonado el Movimiento, como si a Mauro no lo hubieran expulsado del Partido, como si Juan no se hubiera tenido que ir a México. Como si César nunca hubiera entrado al bar y yo nunca hubiera recibido a ninguno de los cuatro.

Algunos creen que en esos momentos se borran los problemas, que “toman para olvidar”, pero en realidad se toma para ir más allá, donde los problemas encuentran sus soluciones, donde la niebla inicial del alcohol se disipa y todo es más claro, los colores más brillantes, los sonidos más nítidos. Esa noche escuché, junto con mis amigos, lo necesario. Al día siguiente, cuando llegué al bar pasado el mediodía, todo era efectivamente más claro.

Sunday, July 23, 2006

El vértigo, parte V

V

A la mañana siguiente, cuando Don Martín trajo los diarios, me señaló un recuadro en la primera página. Los pibes habían hecho bastante ruido: por lo que decía el artículo, una falla inexplicable en los sistemas del banco había destruido todos los registros y forzado a la entidad a cerrar sus sucursales. Iba a seguir leyendo pero escuché gritos desde la bodega. Me dirigía con el Topo a ver qué pasaba cuando uno de los pibes salió corriendo hacia la esquina. Detrás salió el nervioso, con la cara enrojecida: los gritos eran de él.

- Vos no vas a hacer nada, ¿entendés? Si abrís la boca no te salva nadie, ¿entendés lo que te digo?

Una mano, la mano de César, apareció sobre su hombro. Escuché unas palabras que no llegué a entender, vi un empujón, al nervioso concentrado en la figura que daba vuelta la esquina y después el golpe del portón al cerrarse. No vi a César pero adiviné los ojos hinchados, los hombros caídos, las ganas de dejar todo, lo vi tratando de sacudirse la derrota, como Juan el día en que encontró a uno de sus compañeros entrando al departamento de policía como quien entra a su casa, una semana antes de la noche en que se subió a una lancha en el Tigre que salía para Carmelo, y de ahí a Montevideo, y de ahí a San Pablo para tomar el avión a México. Los pibes podían seguir cerrando bancos, pero yo supe que les quedaba poco tiempo.

Media hora más tarde entró César y se dejó caer en una silla contra la pared. En la radio estaban comentando el asunto, un problema de funcionamiento interno, decían, un mal cálculo del encargado de sistemas. César hundió la cabeza en las manos, respiró hondo, golpeó la mesa con el puño. Me acerqué con una botella de whisky: el pibe no estaba listo para eso, pero por lo menos lo iba a calmar. Cuando corrí la silla para sentarme se acomodó el pelo, que le escondía la cara. Serví una medida:

- Tomá , pibe, tomalo sin hielo y de un trago.

Lo tragó casi sin probarlo. Yo sabía que iba a ser así, y por eso le llevé un escocés común, de ocho años. Algo de mejor calidad hubiera sido un desperdicio.

- Salió todo mal. Nadie habla de la igualdad, de la información, ni siquiera saben qué pasó. Los otros bancos desconectaron el acceso telefónico a las computadoras, así que no lo vamos a poder hacer de nuevo, y el pelotudo de Mario nos va a denunciar. Fue todo para nada, lo único que va a cambiar es que vamos a caer todos en cana. O por lo menos yo: si pasa algo seguro que ellos me mandan al frente. No me molesta la cana, después de todo soy el responsable. Lo que me molesta es que me van a mandar al frente, y hasta en una de esas terminan contratados por los mismos bancos que íbamos a quebrar.

Sin decir nada, le serví otra medida y volví detrás del mostrador. El pibe necesitaba estar solo: no para pensar en sus compañeros, sino para conocer el vaso de whisky que tenía en la mano.

Esa noche no vino ninguno de ellos y al día siguiente tampoco. Uno de los pibes se había quedado en la piecita, pero cuando entré a la bodega lo vi durmiendo frente a las computadoras prendidas que mostraban unos gráficos en colores. Los gráficos cambiaban antes de que pudiera leer los carteles o los números en los costados. Sobre la mesa, al lado de una de las pantallas, había una botella. En la expresión del pibe vi que la ginebra le había ganado la pulseada: es una bebida fuerte.

El miércoles a la mañana se acercó el Topo y me dijo que, buscando sobres de azúcar en el depósito, había escuchado ruidos en la piecita.

- ¿Ruido a botellas rotas?

Me miró como si lo estuviera diciendo en broma, pero se dio cuenta de que iba en serio.

- No, jefe, a botellas no: como un martillo, o alguien pegándole a una mesa, algo así. No hablaba nadie, pero los golpes se escuchaban clarito.

- Entonces es problema de los pibes, dejalos que se maten solos.

El Topo se rió y fue a atender a un cliente. Después, mientras preparaba el café, me preguntó si los del asunto del banco habían sido ellos. Le contesté, y se quedó pensando. Cuando volvió con la bandeja vacía me dijo:

- Iban más en serio de lo que creía... va a pasar algo con la cana, vamos a quedar pegados. Piénselo: si los raja ¿qué le pueden hacer? El pesado, el tipo de mi pensión, no pintó más, se ve que estaba ese día únicamente. Todavía estamos a tiempo, todavía no los agarraron...

Sabía que desde el primer día al Topo todo aquello no le gustaba; que me lo dijera otra vez era de esperarse. El Topo no era de guardarse la opinión, pero conmigo, con Alfredo y con Mauro sabía que no podía discutir más, que éramos, en sus palabras, "casos perdidos". A Juan no se cansaba de decirle que debería haberse quedado en México, pero a Mauro hacía rato que no le insistía con las discusiones sobre el diecisiete de octubre.

- Topo, ya te lo dije el sábado: no va a pasar nada. Cualquier cosa, sabés que a vos y a Don Martín no los voy a meter.

Se fue para la cocina. No lo había convencido, sobre todo porque él tenía razón: sabía tan bien como yo cómo iba a terminar lo de los pibes, y sabía que yo estaba de acuerdo con él. Esta discusión ya la habíamos tenido cuando Juan traía los panfletos, cuando Mauro organizaba reuniones en las mesas los miércoles por la noche, cuando Alfredo se escondió en la cocina durante una razzia. Siempre terminaba diciéndole lo mismo, y el Topo siempre se iba en silencio, y siempre insistía unos días después. Y, como siempre, tenía razón y yo no lo escuchaba.

Monday, July 17, 2006

El vértigo, parte IV

El lunes a la mañana, cuando acompañé al Topo a dejar unas bolsas de café en la bodega, escuché voces desde la pieza del fondo. Nadie había salido la noche anterior, ni esa mañana mientras esperaba a los proveedores, pero tampoco me imaginé que vería a todos adentro: en total unos diez pibes, amontonados alrededor de tres computadoras. César estaba cerca de la puerta, estudiando una de las pantallas y tecleando constantemente los números que otros compañeros leían en carpetas grises y le dictaban. Golpeé la puerta. Él se dio vuelta y me dijo que entrara. Uno de los pibes tomó su lugar frente al teclado.

- Este día va a quedar en la historia como el primer triunfo del Ejército de la Información, el primer golpe al sistema. Dentro de quince minutos, cuando prendan las computadoras de uno de los bancos extranjeros más importantes, va a haber sorpresas, va a haber problemas, va a haber justicia- anunció.

El nervioso se acercó desde otra de las computadoras:

- Todo es de todos, todos somos iguales. Lo dicen muchos, pero hoy nosotros lo ponemos en práctica por primera vez.

Cuando Alfredo incendiaba los coches de la policía era el primero en enfrentarse a la consecuente represión; cuando Mauro patrullaba las calles de Once y peleaba con los fascistas que rompían las vidrieras de los negocios y perseguían a sus dueños, era el primero en defender a los que no podían defenderse solos; cuando Juan iba a las fábricas a hablar de política era el primero en mostrarles a los obreros el camino de la militancia: siempre es la primera vez. Pero César no lo sabía, y por eso continuó, emocionado:

- Tomamos todo el dinero a disposición del banco y lo repartimos por igual entre los clientes: desde hoy todos tienen exactamente la misma cantidad depositada. También borramos los registros de los saldos anteriores, o sea que el banco puede llegar a solucionar el problema, pero va a tener que consultar a todos sus clientes, y entonces todos van a saber que nada es seguro, que cualquiera que manipule la información puede tener al sistema en la mano.

Como decía el Inglés, no sabían hacia dónde estaban yendo pero iban rápido. Supe, más que antes, cómo iba a terminar todo, pero no hablé. Esa tarde, puntualmente a las seis, le pagaría al cobrador de Taia: lo que pasara después con los pibes era problema de ellos. Definitivamente había cosas más importantes que diez mil dólares, pero hablarle a los que no saben escuchar no era una de ellas. César se disculpó y volvió al teclado. Salí de la piecita y fui con el Topo.

- No te das una idea de la de boludeces que están haciendo los pibes ahí adentro.

El Topo sonrió como si hubiera ganado un premio, y no fue necesario decir nada más. Acomodamos las bolsas de café y volvimos a la vereda, donde esperaba el proveedor con la factura lista.

Esa mañana cubrí todas las deudas chicas. Cerca del mediodía entraron varios pibes a la bodega cargando más cajas y paquetes de comida. A las dos, cuando los empleados ya habían vuelto a sus oficinas y los que quedaban ya habían pedido el café, llamé a Don Martín y al Topo:

- Hoy pagamos todas las deudas: almorcemos juntos para festejar. Ustedes preparen la comida que yo traigo el vino.

Fui a la piecita a buscar un Chianti de Toscana que me había llegado unos meses atrás y que tenía reservado: el Topo sabría apreciarlo, y a Don Martín no le iba a molestar. Desde la puerta de la bodega se escuchaban las risas. Cuando entré vi las botellas de cerveza nacional alineadas contra la pared y recordé que me quedaban unas pocas de Märzbier, la única cerveza que tolero en las comidas. Estaban los mismos pibes de la mañana; la mayoría casi borrachos. Conté las botellas y no me sorprendí: había dos por cabeza, suficiente para poner alegre a un pendejo. César, en un rincón, sin hablar con nadie, miraba su vaso a contraluz. Me sorprendió que hubiera entendido algo de lo que le había dicho, que lo intentara por su cuenta. Agarré la botella de Chianti y me acerqué.

- Eso se puede hacer sólo con bebidas de verdad, pibe, no con esta agua lavada. Vení después de la cena y empezamos de vuelta.

Esa tarde, puntualmente a las seis, llegó el cobrador de Taia con tres hombres de sobretodo. Se acercó al mostrador.

- Hoy se acaban los plazos, es orden del jefe. Si no tenés la guita ahora los muchachos van a trabajar en el boliche. Y si no está para mañana, te van a buscar a vos.

Sabía que no estaba mintiendo. Como decía el Inglés, me había salvado por la piel de los dientes. Saqué el maletín de abajo del mostrador, se lo alcancé y le pedí que contara a ver si estaba todo. Levantó las cejas y contó

- Sobran cien dólares- dijo después.

Pensé en decirle que se los quedara de propina, pero había aprendido a no burlarme de hombres con tres guardaespaldas.

- No me di cuenta, dejalos a mi favor para la próxima vez. ¿Quieren tomar algo?

Uno de los de sobretodo dijo, casi con una sonrisa:

- No se puede, estamos de servicio.

Los otros dos también intentaron sonreír. El cobrador cerró el maletín. Recordé otros lunes, al esperar que se hicieran las seis, en que había pensado frases para cuando terminara de pagar, frases ingeniosas, mensajes para Taia. Pero en ese momento, entregando la plata de los pibes, me sentí derrotado. Le di la mano al cobrador y escolté a los cuatro hasta la puerta; subieron al auto y arrancaron. Ellos probablemente le darían el maletín a Taia en menos tiempo del que me tomaría regresar al mostrador. Esperé escuchar el teléfono, la voz de Taia felicitándome o quizás diciendo que contara con él la próxima vez que tuviera que endeudarme. Era bueno saberlo- Taia no era una persona con la que quisiera tener diferencias, pero era mejor saber que no lo necesitaba por el momento y que por un tiempo no lo iría a necesitar. No llamó, pero hasta la noche siguiente estuve pendiente del teléfono.

En un balde detrás del mostrador tenía una botella individual de una bodega familiar de Champagne que produce apenas dos toneles por año en botellas sopladas. Cuando recorrí la ruta del vino francés, poco antes de comprar el bar, pedí vino en el restaurante de un pueblo de veinte casas. Al olerlo supe que el artista era de ese pueblo. Pregunté por la bodega, y el dueño me llevó a una granja de las afueras. En un galpón de madera, custodiados por un perro y el hijo del granjero, estaban los tres toneles de vino y los dos de champagne: a diferencia de las otras bodegas que había visitado, donde el olor de los toneles combinados no tenía espíritu, el aroma de éstos era la continuación del pueblo, de la gente, de las casas blancas con ventanas de madera. Me llevé dos botellas de vino y la única muestra de champagne de la granja: uno de los vinos lo había tomado el día que compré el bar, la botella de champagne había decidido reservarla para cuando cubriera la deuda. Toqué la base para medir la temperatura, acaricié el corcho áspero y el alambre torcido a mano, revisé la copa, pero supe que no era así como tenía que tomarlo. Esa botella estaba reservada para alguna ocasión todavía más especial que aquella. Un maletín por el que no había hecho nada, la plata de los pibes, no era suficiente razón para descorcharla. Preparé para mí una taza de café irlandés, y para Alfredo, que acababa de entrar, su café con brandy. Me senté detrás de la caja.

A las diez de la noche entró César. Por los ojos hinchados y los movimientos torpes supe que había seguido tomando y que había dormido toda la tarde. Antes de que me saludara le señalé una de las mesas y le acerqué un café.

- Para tomar tenés que estar bien despierto, pibe, y tenés que comer algo antes. Avisame cuando te despejes y te traigo el especial del día.

A los quince minutos estaba leyendo el menú. El Topo le llevó la comida en silencio, y yo pensé que se la iba a volcar encima a propósito. El Topo es capaz de hacer esas cosas, y Mauro lo supo el día en que le dijo que Perón era el Mussolini argentino. Pero se ve que mis consejos de aquella vez le enseñaron a calmarse, porque le sirvió la comida al pibe sin decir nada y sin volcársela. Cuando César terminó de comer me acerqué a la mesa con una botella y dos vasos en la mano.

- Vos creés que tomás cerveza, pibe, pero esas botellas de litro que comprás en los supermercados son agua sucia. Cuando pruebes ésta te vas a dar cuenta solo.

Había elegido empezar por lo que él tomaba, mostrarle las diferencias en una bebida que conociera. Esa tarde había puesto a enfriar una botella de Leffe belga y una lambic con frambuesas que me había conseguido uno de los proveedores, una de las pocas cervezas con corcho de champagne. Esa botella no la llevé enseguida: si no entendía o volvía a tomar como un pendejo, no pensaba desperdiciarla. Le acerqué el vaso; por suerte no se sorprendió al encontrarlo frío.

- Algunas bebidas tienen su propia temperatura. El cognac necesita fundirse con uno, con el whisky se puede elegir la temperatura, o mejor dicho el momento, pero la cerveza es estricta: no hay que tomarla más o menos fría, hay que tomarla a su temperatura justa. Ese vaso, igual que la botella, están a cuatro grados.

Saqué la lámina de plomo y destapé la botella. Incliné el vaso y dejé caer lentamente la cerveza hasta llenarlo, controlando la espuma y prestando especial atención al fondo de la botella.

- Una cerveza no se sirve nunca por completo: siempre tiene que quedar por lo menos un centímetro. Algunos dicen que es por el sedimento, pero yo te digo que ese resto es una ofrenda que se hace al alma de la bebida. La buena cerveza es mucho más antigua que el buen vino, es la más antigua de las bebidas, y tiene una magia que no tienen las demás.

Miró el vaso como preguntando qué tenía de especial, pero no dijo nada. Empecé a arrepentirme de estar perdiendo tiempo y una botella así en alguien que nunca iba a aprender, pero ya estaban los vasos servidos y ningún bebedor tomaría de un vaso servido para otra persona, eso es cosa de borrachos.

- Tomá despacio, pensando en lo que hacés. Esta cerveza es de abadía, tiene el tono tranquilo de los monjes; dejala que descanse en la boca hasta que sientas cada parte del sabor y la textura.

Agarró el vaso y se lo llevó despacio a los labios. Lo miré a los ojos mientras la cerveza se deslizaba por debajo de la espuma, mientras sentía primero el frío y luego el meduloso lleno. Bajó los párpados, respiró hondo. La malta rebotaba contra sus labios entreabiertos. Separó el vaso, abrió los ojos despacio y me miró con decepción. Supe que se había acercado, que había estado a punto de comprender, pero que no había sido suficiente. No tenía sentido seguir esa noche: era un progreso, pero todavía no estaba listo. Decírselo, mostrarle que yo también sabía de su derrota, hubiera sido casi un insulto. Cambié de tema.

- A vos te pasa algo, pibe, estás con la cabeza en otra parte.

Dejó el vaso en la mesa. Como si el recuerdo del problema fuera una carga que le ponía sobre la espalda, habló casi sin voz:

- Lo de esta mañana salió bien, muy bien, pero me siento peor que si hubiéramos fallado. Es difícil de explicar.

Pensé en Taia, en el maletín, en la deuda.

- Te entiendo, pibe.

- Es como si de golpe no estuviera seguro de lo que hice, o prefiriera no haberlo hecho. Cuando lo planeábamos con los chicos era una cosa, pero ahora que repartimos esa plata no estoy tan seguro de que la manera sea esa. Sigo creyendo que sí, que quizás sea la única posibilidad, y que acciones como éstas pueden cambiar las cosas, pero ya no lo veo tan claro.

Alfredo me había contado una vez de la noche en que pusieron la bomba en el auto de Ramón Falcón: él era parte del grupo, pero a último momento había decidido no participar. “Era la única manera de parar a ese carnicero de anarquistas, una acción así iba a empujar la causa y desarmar la institución, pero no pude”, me dijo el día en que le sugerí por primera vez brandy de Borgoña. Estaba por decirle algo a César cuando entró corriendo uno de los pibes que había visto en la piecita esa mañana.

- ¡Vení rápido, que por la tele están pasando lo nuestro!

Sunday, July 09, 2006

El vértigo, parte III


III

Llegué al bar a las nueve y media. Don Martín y el Topo ya tenían las medialunas en el mostrador para la gente que vendría -que en realidad no venía- al final de la misa en la iglesia de enfrente. Eran clientes regulares: padres que traen a sus hijos, mujeres que se reúnen con sus amigas. Alfredo, en las primeras semanas en que tuve el bar, se levantaba especialmente para hablar mesa por mesa y convencerlos de que el hombre no necesita a Dios o a las autoridades, que la Iglesia es un mecanismo para embrutecer al pueblo. Era mi amigo y no me preocupaba lo que hablara con la gente, pero tuve que pedirle que dejara de hacerlo por las quejas de los clientes y la amenaza del cura de denunciarnos a los dos. A mí no me iba a pasar nada- en esa época pagaba puntualmente la cooperadora policial y el comisario todavía tenía en el cajón de su escritorio la plata que le había dado para que me habilitara el boliche- pero Alfredo tenía bastantes antecedentes y ése no era un buen momento para ser arrestado por “anarquista, ateo y apátrida”. Dejó de venir unas semanas, pero después volvió y le llevé yo mismo la taza de café con brandy.

Al final de la misa vino poca gente- no quise fijarme cuántos había en el bar reformado de la otra cuadra. En la caja no había mucha plata, y antes de las tres de la tarde, cuando llegaran los sandwiches de miga, habría que pagarle al panadero. En la caja no había plata, y al día siguiente, como todos los lunes a las seis de la tarde, el cobrador de Taia llegaría con otros dos hombres. En la caja no había nada, y César había dicho que estaban por llegar las intimaciones de pago de los impuestos. Me serví una copa del licor de hierbas que todavía estaba en el mostrador, y mientras estudiaba la suave transparencia verde supe que tendría que elegir: los impuestos o los pibes; Taia o los pibes; el bar o los pibes. Como decía el Inglés, los principios no te hacen llegar a fin de mes. César se asomó a la puerta y me dijo que volverían a la noche. No estaba listo para responderle, pero para echarlos habría tiempo. Fingí estar concentrado en el vaso y sacudí la cabeza.

Pasé el resto del día tratando de decidirme: para los impuestos tendría plazos, y el bar no lo tocarían por lo menos en dos meses. Pero Taia se manejaba con otros tiempos. Había que elegir: Taia o los pibes. Sí, probablemente hubiera muchas cosas más importantes que diez mil dólares, pero en ese momento no se me ocurría ninguna.

Vino poca gente a la tarde, pero a las nueve de la noche la mitad de las mesas estaban ocupadas. César y los pibes no habían aparecido, y yo no tenía apuro por verlos. En la mesa de la puerta estaban Alfredo, Mauro y Juan; el Topo ya les había levantado los platos y, aparte de las copas y de la botella cerrada de Mescal de Juan, la mesa estaba vacía. Cuando volvió de Méjico me trajo una botella para que pruebe, pero el Mescal y el Sanpedro son las dos únicas bebidas a las que juré no acercarme nunca. Cualquier hierba puede dar aroma y sabor a una bebida, pero los gusanos y el peyote son cosas que no van con mi personalidad. Todas las noches, Juan traía la botella para recordarme que le debía ese trago. Yo lo respetaba- él es en realidad el único bebedor auténtico de tequila que conozco- pero eso no era suficiente para hacerme aceptar: Juan siempre terminaba por llevarse su botella cerrada para volver a traerla al día siguiente.

Los pibes llegaron a las diez. Entraron directamente al depósito, con más cajas y bolsas. No vi a César, pero sabía que tarde o temprano iba a venir: sin él los demás no moverían un dedo. Como todos los domingos a la noche, el televisor estaba prendido. Mientras el Topo movía la antena para recibir mejor el partido de fútbol, comenté los resultados de la fecha con algunos clientes. Nunca me interesó el deporte, pero hay cosas que el dueño de un bar tiene que saber: todos los domingos el Topo escuchaba en una radio portátil los partidos de Independiente, y así me mantenía al tanto de los resultados de la fecha. El televisor había llegado unos años atrás a pedido de varios de los regulares de los domingos, que vivían solos y necesitaban algo de qué discutir mientras cenaban. El resto de la semana el televisor quedaba apagado, excepto cuando había otros partidos. Don Martín, que estaba esperando un pedido en la cocina, salió cuando los comentaristas mencionaron a Boca Juniors. Recibió las bromas en silencio y volvió a la cocina apenas terminaron de hablar del partido. En ese momento entró César.

Eligió una mesa al costado del bar y me llamó. Por la cara supe que venía a disculparse, y que sabía que yo había pensado en sacarlos de la bodega. Le vi la misma expresión que tenía su compañero, el nervioso, un día antes. Como decía el Inglés, los grandes hombres pueden humillarse con la frente alta. Ninguno de ellos lo era: César ni siquiera llegaba a bebedor mediocre. Me senté frente a él y dejé que hablara. Cuando hizo el primer silencio apoyé los codos en la mesa y dije:

- Lo de ayer no pasó, pibe. Creí que podías aprender algo, pero no tiene sentido. Te repito que te cuides, que sepas con quién te metés. Hacé lo que quieras.

Agradeció el consejo, repitió las disculpas, hizo promesas: esa noche sería su primer operación, después se manejarían de otra manera, a otro nivel. Pensé en decirle que el “otro nivel” era más delicado todavía, que no podía confiarse tanto, pero miré a la mesa donde Alfredo, Mauro y Juan levantaban las copas y decidí esperar a que se diera cuenta solo.

Wednesday, July 05, 2006

Reading the blood

Reading the blood

Literatos y excéntricos: los ancestros ingleses de Jorge Luis Borges.

Martín Hadis

Ed. Sudamericana, 2006

Douglas Adams’ The Hitch Hiker’s Guide to the Galaxy opens the day Arthur Dent’s house is going to be knocked down. The leader of the demolition team is a Mr. L. Prosser, “a direct male-line descendant of Genghis Khan, though intervening generations and racial mixing had so juggled his genes that he had no discernible Mongoloid characteristics, and the only vestiges left in Mr. L. Prosser of his mighty ancestry were a pronounced stoutness about the tum and a predilection for little fur hats.”

Thomas R. Robinson, an associate professor of accounting at the University of Miami, thought for a while that he too belonged in the Khan family: in early June 2006 he received the results of a genetic test that proved he was the first descendant of the Mighty Khan ever found in the US, but two weeks later a second test proved that he lacked the specific Y-chromosome mutation passed on by the Mongolian Emperor. As it turns out, 8% of all men in Asia (i.e. 1 in 200 men worldwide) have Genghis Khan blood, slightly watered down since the XI century.

What do these facts signify? What’s in a bloodline? Genetics and biology have taken care of the physiological side of the answer, cultural anthropology has studied the social implications of kinship, and psychology has tried to systematize the psychic imprints left by parents and other relatives. How about the literary implications of heredity? Is there a literary pedigree which sheds light on a writer’s work?

This hypothesis supports Literatos y excéntricos, Martín Hadis’s latest work on Jorge Luis Borges. The book presents a thorough and accurate research on the life and times of Borges’s English ascendants on her father’s mother’s side (the Haslam family). An impeccable effort in biography, this book’s title promises a collection of “scholars and oddballs”, and that it most certainly delivers: preachers, teachers, one of the leading experts on and collectors of human skulls, booksellers, the author of “A Domestic Guide for Cases of Insanity”, a Buenos Aires Herald collaborator and, finally, Frances Haslam, Borges’s grandmother, who came to Argentina to marry Colonel Francisco Borges.

The English influence in Borges was extraordinary, in a literary, intellectual and personal dimension. A famous critical dictum by Ricardo Piglia states that Borges has a dual lineage, and that his works find a synthesis for a clash of two ancestries: the conqueror, warlike criollo blood of the Acevedos and the Borges; and the more intellectual English blood of the Haslams. Yet, the construction of heredity (especially in someone like Borges, who worked and reworked the notion of lineage throughout his writings) goes beyond the bloodline, and most of the facts collected in this book, by Hadis’s own account, would have been news to Jorge Luis Borges himself: he made several references, in his works and in interviews, to his British family, but he rarely got the specifics right and his recollections never went beyond his great-grandfather. Does the historical truth matter more than what Borges knew (or thought he knew, or convinced himself that he knew) about the past of his family? Do History’s facts outweigh identity as a construct?

Jorge Luis Borges grew up among the books of his father, Jorge Guillermo Borges, and those books (most of them English) were in turn a legacy of Fanny Haslam, Jorge Guillermo’s mother and Jorge Luis’s closest direct link to England. Fanny herself played an important role in the upbringing of Jorge Luis. Without those books and those influences he wouldn’t have felt a literary calling at such an early age, and that he was the first to admit (even boast). How much of his love of literature was due to this sum of facts and how much was of his own doing, and how much of his ancestry beyond Fanny Haslam transpired into the miracle that was his writing, are questions that this book tries to answer by sheer force of hard facts (a shibboleth of Hadis’s career in science?), but what should be Hadis’s strongest statement becomes the weakest link. Throughout the book Hadis tries to set parallels between the lives of Borges and that of his antecessors, but seldom transcends the coincidental or the genetic (Borges’s blindness, for instance, comes from this side of his family). The second half of the book, in which Hadis weaves a genealogical interpretation of Borges’s writings and ideas, is less rigorous than the biographies and prone to leaps of faith, something which renders it more interesting on some accounts (it is the most personal and passionate writing in the book) but not as convincing and conclusive as the writer would have it be.

Literatos y excéntricos accomplishes a hard task: it is close to impossible these days to strike on such a vast, fertile expanse of borgeana which remains virgin, and this work could easily become the standard of its kind (so far, it is the only one of its kind). It is clearly a labour of love, and every page exudes a thorough knowledge of all things Borges and a zeal for detail that prove the many years of hard work taken for its preparation. Some Borges readers will certainly find it illuminating, and anyone with a serious interest in the writer should consider it a must-read. What L. Prosser and Thomas R. Robinson would say about it, alas, we will never know.

Publicado en el suplemento On Sunday del Buenos Aires Herald el 2 de julio de 2006

Sunday, July 02, 2006

El vértigo, parte II


II

Los pibes salieron de la bodega a las ocho de la noche. No pasaron a avisar que se iban, apenas si saludaron desde la vereda antes de cruzar. Tenía que esperar que viniera el del maletín: él era el que decidía, con él sí tenía sentido hablar. Eso lo aprendí hace mucho: hay que hablar siempre con los que mandan. Nunca discuto con vendedores, ni con empleados, ni con hombres de Taia: aunque se los convenza, no hay mucho que ellos puedan hacer. Nunca me peleo con ellos, tampoco: no deja de ser importante llevarse bien con los que hacen las cosas. Como decía el Inglés, hacete amigo del juez y también del secretario. Uno de los cobradores de Taia, sorprendentemente hombre de licores franceses, cada vez que venía a buscar los pagos se sentaba a tomar conmigo. Aunque era uno de los cobradores que más cosas solía romper, conmigo nunca tuvo problemas. Ahora yo había aceptado las disculpas del pibe, y con eso tenía la mitad del asunto a mi favor; con el del maletín me arreglaría esa noche.

Era sábado, pero no había muchos clientes. Mauro llegó a las ocho y media y se sentó al lado de Alfredo. Salió muy poca comida esa noche, y apenas si alguien pidió una copa de ginebra, aparte de Alfredo con sus cordiales y de Mauro, que esa noche tomó kirsch. Después de cenar revisé mis estantes buscando un licor de hierbas que me habían traído de Italia unos días antes, y recordé que lo había guardado en los anaqueles especiales del depósito. Eso me iba a dar una excusa para ver lo que habían hecho a la tarde. Cuando empecé a caminar me acordé de que ellos iban a mover todas las cosas y me preocupé: si le había pasado algo a una sola botella iba a romper todo lo que hubieran puesto.

Los anaqueles estaban donde yo los había dejado, cerca de la puerta. Tanteé la tecla de la luz y un brillo inesperado me encegueció por unos segundos. En lugar del portalámparas colgando de un cable, alrededor de las paredes había tubos y otras luces que iluminaban algunas mesas bajas y varias sillas; había cajas acomodadas a los costados. El piso estaba cubierto por una especie de alfombra, y en las paredes había láminas con tablas y gráficos que yo no entendía y un pizarrón blanco. No habían trabajado mal, considerando que eran dos y no habían estado allí más de tres horas.

En ese momento escuché que el portón se abría, y pasos, y la voz del hombre que yo esperaba. Agarré la botella y abrí la puerta de la piecita cuando estaban por entrar. Busqué con la mirada a los que habían estado esa tarde, les agradecí por no haber tocado mis bebidas y les dije que ya me estaba yendo. El del maletín me miró con la sonrisa de mi viejo cuando me encontraba escondido en su bodega. No le hice caso y salí. Cuando entraron todos le dije que después necesitaba hablar con él.

Ya no estaba de ánimo para el licor de hierbas: dudé entre sake y vodka, pero como había estado tomando en tono europeo no correspondía romperlo. Los que no saben beber mezclan mal las nacionalidades, no reconocen la patria de la bebida: ahí se ve el carácter de la tierra, de la gente que levantó las hierbas, de la madera de los toneles. El que sabe escucha a cada bebida contando una historia, y sabe qué historias se pueden escuchar en una misma noche. Si pruebo algo que no conozco, trato de no tomar nada más. Lo fundamental es sentir el efecto completo, poder escuchar los matices de cada voz. Estaba escuchando el segundo vaso de Stolitznaya cuando el del maletín colgó el saco en el respaldo de una silla y se sentó a mi mesa.

- Prefiero el Absolut, pero la suya no es mala elección- dijo.

Hay pocas cosas que soporte menos que los consejos de bebidas que dan los que no saben, los que creen que los vinos buenos son todos franceses y que el whisky se destila solamente en Escocia. Era de esperar que tomara Absolut, que eligiera la bebida por la imagen, por cuestiones de falso prestigio.

- Te quería hablar de lo que van a hacer ustedes acá al lado.

- Lo supuse. La explicación de hoy a la tarde no fue muy clara- dijo.

- No, no es eso. Lo que hagan es problema de ustedes. Te explico: tengo la sensación de que todo esto va a terminar mal. Tranquilizame.

Él estaba esperando esa pregunta, lo vi en su sonrisa.

- Le repito lo que le dije esta tarde: no hay nada de qué preocuparse. Hace meses que interferimos los sistemas de varias financieras y nadie sospecha nada, no van a enterarse nunca de que existimos. Y la policía tampoco: en esa pieza va a haber nada más que computadoras, un pizarrón y líneas de teléfono. Las líneas son legales, pero las llamadas que hacemos no son registradas por las compañías telefónicas. Somos indetectables.

- Eso ya lo sé... ¿cómo era que te llamabas?

La misma sonrisa.

- No me llamo César, pero dígame así, mejor.

Aunque no fuera el nombre verdadero, era algo: Mauro no se llamaba Mauro, pero desde hacía veinte años que lo conocía por ese nombre y nunca me importó averiguar lo que decía su documento de identidad. Con el pibe era diferente, pero ahora por lo menos sabía cómo llamarlo.

- A eso me refiero, César, no puedo confiar en alguien que ni siquiera me dice su nombre.

- No se preocupe... no estamos escondiendo nada.

Que me tomara por idiota era todavía más insoportable que sus consejos sobre vodka.

- ¿Quién manejaba la camioneta esta tarde? No tenía cara de saber mucho de computadoras...

Pensé que tenía una respuesta preparada para esto también, pero mi pregunta lo sorprendió. Como vi que no iba a contestar, puse la copa de vodka a contraluz:

- ¿Ves el reflejo azulado, pibe? El que vos tomás seguramente no lo tiene: es la firma del vodka ruso. Probablemente lo hayas visto en el Smirnoff original, no el de Estados Unidos. Ese se consigue fácil, pero el reflejo es mucho más suave. Dicen que es algo que le ponen cuando lo destilan, que es algo que hay en la tierra de donde sacan las papas: los que conocemos el vodka sabemos que eso, que este reflejo azul, es el alma de la bebida. Cada bebida noble tiene un color, una característica. Es más difícil ver eso que conocer a la gente, es un secreto mucho mejor guardado que tu nombre o cuánto le pagaron a ese matón de mala muerte para que los proteja.

Ese comentario lo sorprendió todavía más. Me miraba con la misma cara con la que había mirado esa tarde el vaso de anís. Intentó hablar, pero cada vez que parecía decidirse por una frase se interrumpía antes de la primer palabra; recorría con los ojos la botella de vodka, las paredes, las caras de los que estaban en el bar. Me acordé de la vez en que mi viejo me había preguntado por qué tomaba a escondidas las bebidas más baratas de la bodega y con las importadas no me atrevía. “Si vas a tomar hacelo bien, que no se diga que mi hijo toma sólo ginebra nacional y licor de huevo, que encima es bebida de mujeres”. Esa fue la primera vez que bebimos juntos, y ahí, como decía el Inglés, aprendí los cabos. Hay cosas que uno sólo puede aprender con el padre.

- Pibe, dejame darte un consejo: cuidate. Hay gente con la que mejor no meterse. ¿Vos qué tomás?

No entendió que lo estaba invitando hasta que me acerqué al estante de bebidas a dejar el vodka. Ahora que la noche había cambiado de graduación, el licor de hierbas tenía el tono justo. Habló con la voz de los pibes cuando piden caramelos en un kiosco:

- Tequila - dijo -, tomo tequila.

Era de esperarse. El tequila es la bebida fuerte de los débiles: lo toman como el suicida que salta de un balcón, ahogan el sabor con la sal. Elegí cognac, para mostrarle que en la vida también existen otras cosas. Dejé en uno de los estantes el licor de hierbas y llevé dos copas anchas a la mesa.

- Ahora vas a tomar conmigo, y vas a tomar bien. A lo mejor aprendés algo.

Después de templar las copas con agua caliente, las acosté sobre la mesa y decanté la bebida lentamente hasta que estuvo a punto de volcarse. El se llevó la copa a los labios apenas la enderecé.

- Pará, pibe. Dije que ibas a tomar bien, que ibas a aprender. Tomar cognac es como seducir a una mujer. Primero hay que abrazarlo, hay que dejar que la bebida se acostumbre a nuestro cuerpo, que tome nuestra temperatura.

- ¿No hay calentadores para eso? Son como mecheros con un soporte para poner la copa...

- ¿Le pedirías a alguien que seduzca a una mujer por vos? A las cosas hay que saber esperarlas. Todo tiene su tiempo. El cognac es... plácido, esa es la palabra: es para tomar con tiempo; es para satisfacer los ojos, el olfato, para dejarlo en el paladar hasta que baje despacio por la garganta y llegue, más despacio todavía, al resto del cuerpo.

Agarró de vuelta la copa, apretándola con mucha más torpeza de la necesaria.

- No la ahorques. Todo lo que se haga con el cognac se hace con delicadeza.

Me perdí en el juego de luz de la copa. La cara de César a través de la bebida era apenas una mancha que temblaba en el reflejo.

- No tengo paciencia para esto.

- Ya sé. Por eso traje el cognac, para que aprendas.

Asintió, y relajó la mano. Se movía todo el tiempo en la silla, pero en ningún momento volvió a presionar o sacudir la copa.

- Concentrate en el color, en la luz. Mirá las cosas a través de la bebida hasta que te resulten familiares. Recién ahí vas a estar listo para tomar, recién ahí vas a saber cómo.

Con la copa en la mano fui atrás de la caja. El Topo estaba en la cocina, mirando hacia donde el pibe se concentraba en el cognac frente a sus ojos. Yo también lo miré. Estaba claro que le faltaba aprender, y no sólo de bebidas. Todos pasamos por eso. Al principio, después de que mi viejo me enseñara, yo trataba de impresionar a mis amigos o a las mujeres que estaban alrededor de la barra con recetas de tragos poco conocidos. Las mujeres siempre se acercan a un buen bebedor, esa es una de las primeras cosas que aprendí; y también aprendí que el que bebe para conseguir mujeres falla siempre. Como decía el Inglés, la copa es una amante celosa. Cuando perdía el equilibrio, ninguna de las que antes me miraban quería quedarse cerca. Un bebedor puede ser un hombre interesante, un borracho es siempre un leproso. Por suerte tenía a mis amigos, que me levantaban y me ayudaban a llegar hasta la cama sin que escuchara mi madre. Una vez llegamos cuando el viejo estaba por salir a trabajar. A la noche, cuando volvió, me llevó al sótano donde tenía la bodega. “La otra vez te enseñé cosas que a mí me llevó años aprender, cosas que algunos no aprenden nunca; si así y todo vos llegás a casa como anoche es que tomás como un pendejo, y con eso no puedo hacer nada”, me dijo. César, sin moverse, seguía mirando el cognac. Se le notaba la impaciencia, las ganas de terminar la copa de un solo trago.

Por el ruido de las chapitas me di cuenta de que se acercaba el Topo con las manos en los bolsillos del delantal. No podía mirar al pibe y discutir con el Topo al mismo tiempo. Iba a decirle que hablábamos después, pero el Topo se me adelantó.

- Quería hablarle de lo de esta tarde, jefe.

- Topo, sabés que no importa.

Hundió las manos todavía más. Siempre hacía lo mismo cuando se ponía nervioso; en un cajón de la cocina guardaba hilo y aguja para las veces en que vencía las costuras de los bolsillos.

- Sí que importa. Si no pienso como usted tengo que aguantármela, como Don Martín.

Quedó en silencio, como esperando que le dijera algo, como buscando que yo le ahorrara el resto de la disculpa. Decidí dejarlo terminar.

- Lo del tipo me asustó, pero eso no me da derecho a faltarle el respeto, jefe. A usted no le puedo hacer eso.

Definitivamente no quedan muchos como el Topo. Apoyé la mano en su hombro, le dije que lo entendía, que no hacía falta aclarar nada. Me miró con cara de alivio, y se fue a levantar una mesa que se acababa de desocupar.

Cuando volví a mirar para el lado de César, él se fijaba la hora en su reloj. La copa de cognac estaba sobre la mesa, vacía. Debería haberlo sabido antes, se notaba que el pibe no tenía temple. Me acerqué a la mesa midiendo los pasos.

- Andate.

Ensayó una explicación pero lo corté en seco.

- No te lo voy a repetir.

Me miró entre sorprendido y enojado. No me entendía pero era lógico: le faltaba tanto que no tenía sentido explicarle. Se fue con el saco en la mano. Tomé el cognac para tranquilizarme, aunque no estaba de ánimo. A la mañana siguiente, antes de abrir el bar, los iba a sacar a todos a la calle. Hay cosas más importantes que diez mil dólares.

Sunday, June 25, 2006

El vértigo 1

El vértigo que todos sentimos cuando algo está a punto de suceder

Para Mauro, mi Yeye

I

No cualquiera puede, o merece, descubrir el espíritu de la bebida. Hay que saber cómo, dónde y con quién hacerlo; hay que tener un código y un método: eso distingue a los bebedores de los borrachos. Un auténtico bebedor nunca termina la noche solo, y nunca está tan alterado como para no poder llegar a su casa. Una de las primeras cosas que aprendí es que quien sabe beber no hace, bajo la influencia del alcohol, cosas que no haría estando sobrio. El desesperado toma para escaparse, el tímido para ganar coraje, y ninguno de los dos lo logra. Ellos, en la bodega de mi bar, buscaban las dos cosas.

Algo que también aprendí es a mantenerme lejos de gente como esa. Son jóvenes, son torpes. Y, sobre todo, no saben beber. Cuando hacen algo, lo arruinan desde antes de empezar. Pero, como decía el Inglés, el que se está ahogando se agarra de donde puede: yo necesitaba cubrir algunas deudas y el bar estaba dando más gastos que ganancias. Los cobradores pasaban todas las semanas a recordarme el vencimiento de un nuevo plazo, y cada vez me resultaba más difícil negociar los pagos.

Taia no era un usurero, pero quizás por eso era más estricto que los otros. Cuando entraron por primera vez pensé que eran hombres de Taia. Los dos de alrededor de veinte años, los dos con campera de cuero y zapatillas. Me acuerdo que pensé que él debía estar muy cansado de mis atrasos para mandar a estos pibes a romper el local, porque para qué alguien como Taia iba a mandarme gente así. Cabeceé al Topo y a Don Martín para que entraran a la cocina y me quedé al lado del mostrador, con mi copita de anís en la mano, esperando que se acercaran.

Cuando los tuve cerca vi que estaban nerviosos y me asusté: al hablar con un pibe nuevo, y más si se lo ve nervioso, uno tiene que medirse. El último en entrar se adelantó y me señaló una de las mesas, como si estuviera pidiendo perdón por ocupar mi tiempo. Me tranquilizó pensar que sabía que el encargo de Taia era más de lo que él podía cumplir. Me senté donde se me había indicado y, antes de que pudiera decirle que volvería a demorarme con la cuota, él apoyó un maletín sobre la mesa y se aclaró la garganta:

- Venimos a pedir y a ofrecer algo. Le pedimos ayuda, y le ofrecemos la oportunidad de participar en la lucha más importante de este siglo. Por una recompensa, claro está. Representamos al Ejército de la Información.

Vacié mi copa de anís. Antes de elegir la botella les ofrecí un trago. Ninguno de los dos aceptó, y entonces agarré el anís turco que convido sólo a mis amigos, que saben tomar. Lo serví despacio, viéndolo caer casi gota por gota sobre el hielo. Ellos miraron el líquido transparente volverse blanco como si fuese un truco de magia.

- Ejército de la Información... ¿Y cómo es eso, che?

No dijeron nada. Un hombre de Taia ya me hubiese puesto un arma en la cabeza. De la cocina llegaba la risa del Topo.

- Nosotros somos un ejército, pero no peleamos por banderas convencionales ni por dinero. Peleamos por nuestros sueños, peleamos por las cosas en las que creemos: la libertad, el derecho de todos los hombres a ser felices.

El que estaba parado agregó, como si hubiera estudiado un libreto:

- La única forma de cambiar la realidad es manipulando la imagen que reciben las masas sobre esa realidad. La historia que se estudia en las escuelas no es la historia de los hombres y las batallas, como nos hacen creer. Es la historia de cómo se transmitieron esas batallas a la gente, y de cómo se usaron esos hechos para alterar la realidad.

La risa del Topo se hizo más fuerte; a Don Martín le debía costar contenerse. A mí, que había escuchado cosas parecidas antes, también me costaba.

- ¿Y en qué los puedo ayudar? Les aclaro que si lo que quieren es una colaboración, yo...

- No nos malinterprete: nosotros venimos a hablar de negocios. Ya le dije que para usted hay una recompensa. Usted tiene una deuda importante con un prestamista, un tal Taia, según tengo entendido, y también con un banco. Sus impuestos están impagos, y, aunque no lo sepa todavía, dentro de dos o tres días va a recibir una intimación. Nosotros vamos a cubrir todas esas deudas, y nos vamos a hacer cargo de los gastos de este local de ahora en más.

Me levanté y caminé hasta la barra para dejar la botella de anís en el estante de las bebidas importadas. Me había puesto nervioso, más nervioso que con cualquiera de los hombres de Taia.

- El bar no está en venta.

Me respondió el otro, que parecía más impaciente:

- No nos entiende. Lo único que le pedimos a cambio es la habitación detrás de la bodega y la llave de la puerta de servicio.

Volví a calibrar la ropa, el pelo largo, los hombros caídos, el cuerpo recargado sobre la pierna derecha. Apretaban los ojos como forzando la vista. Si escapaban de alguien, no era de alguien importante: nadie los tendría tan en cuenta como para ocuparse de ellos. No iban a pagar todas las deudas, de eso estaba casi seguro, pero cuando dejaran de pagar los echaría. Miré otra vez el maletín de cuero negro que llevaba el que había estado hablando conmigo. Ahí debía tener un adelanto: por lo menos iba a poder pagarle algo a Taia antes de que de verdad mandara a sus hombres.

- ¿Y cuándo la necesitan?

Sonrieron. El Topo ya no se reía.

- De ser posible, ya mismo. Tengo diez mil dólares en efectivo, y eso es sólo para empezar. Nosotros nos encargamos de mover las cosas que haya, y esta misma tarde traemos lo que necesitamos. Lo traemos en un camión de reparto, para que nadie sospeche.

- ¿Qué cosas? Si entra un solo revólver a esa bodega se me van inmediatamente.

- No, nosotros no somos de esa clase de gente- dijo uno.

El otro dijo, recitando igual que antes:

- Destruir objetos o eliminar personas es una acción del pasado. Si voláramos una fábrica la empresa la reconstruiría en pocos meses, y hasta ganaría dinero estafando a la compañía de seguros. Si matáramos a un empresario, otros tres ocuparían su lugar. Cualquier acción sobre cosas públicas sólo sirve para ponerse a la gente en contra, y lo último que queremos ser es mártires. Hoy en día hay una sola cosa que puede crear un efecto lo suficientemente fuerte: la información. El poder se mide por la información que uno pueda manipular.

No entendía de qué estaba hablando pero no lo interrumpí. Me alcanzaba con saber que no pensaban romper nada ni meterse con la policía. Como decía el Inglés, las armas las carga el diablo para que las descarguen los idiotas. Una de las primeras cosas que había dejado de pagar cuando empezó a faltarme la plata fue la contribución a la cooperadora policial, y sabía que si pasaba algo era seguro que no sólo no me iban a ayudar sino que además me sacaban la licencia. El del maletín continuó la explicación del otro:

- Véalo así: cuando alguien pone dinero en un banco, ese dinero no es un montón de billetes en una bóveda sino un número de registro de transacción. El dinero se mueve con códigos, números de cuenta, manejos electrónicos. Todo eso es información, ¿entiende? Lo que nosotros hacemos es cambiar esa información.

- O sea que se quedan con plata de otra gente. Son ladrones, son estafadores, a la larga, ustedes.

El que estaba parado pareció ofenderse. Habló rápido, moviendo las manos:

- No. Somos el Ejército de la Información. Queremos cumplir los sueños de la gente, que todos tengan la posibilidad de realizarlos. Nunca nos quedamos con más dinero del que se necesita para sostener nuestras operaciones, el resto va para otras personas.

- Ah, le roban a los ricos para darle a los pobres... como Robin Hood, qué bueno, che.

No le gustó mi tono. Apretó los puños como si se estuviera aguantando las ganas de pegarme. Son siempre así, no saben contenerse. Por suerte el del maletín estaba más tranquilo; debía ser el jefe:

- Nos malinterpreta, y no lo culpo. Lo que nosotros hacemos es más aleatorio. No queremos reparar injusticias sino realizar sueños, que no es lo mismo. Imagínese que en un banco todas las cuentas de parejas recién casadas o a punto de casarse tengan un cero más... y ese dinero no se lo sacamos a nadie: trabajamos de tal forma que el cambio no se detecta. Imagínese que un banco reconociera que sus computadoras, sin razón, cambian los estados de cuenta. Perdería la mitad de los clientes, y peor si se sabe que alguien puede cambiarlos desde afuera...

Me los empecé a tomar en serio. Dejaron el maletín atrás de la barra y quedamos en que volverían a las cinco de la tarde para mover las cosas de la bodega e instalarse. Después de que se fueron, el Topo salió de la cocina.

- ¿Qué hizo, jefe? ¿Está borracho o qué?

De otra persona no lo hubiera aceptado, pero el Topo me había conocido cuando yo recién estaba aprendiendo a beber, cuando todavía tomaba vino de la casa y cerveza nacional en la misma comida.

- ¿Te parece, Topo? Es plata, eso es lo que importa.

El Topo miró atrás de la barra, donde estaba el maletín.

- Por esa plata no vale la pena, esto va a terminar mal.

- Pagamos lo de Taia y hasta podemos darle algo a los proveedores. ¿A usted qué le parece, Don Martín?

Don Martín estaba mirando por sobre la puerta vaivén de la cocina sin decir nada. Él era callado, pero al poco tiempo de conocerlo me di cuenta de que cada vez que decía algo era mejor prestar atención. Eso fue apenas compré el bar: la única cosa que me pidió el dueño anterior fue que no despidiera a Don Martín, y que si podía le levantara un poco el sueldo. Es un hombre derecho, que no se mete donde no lo llaman. No bebe nunca; apenas si lo vi tomar un vaso de Fernet muy rebajado algún domingo al mediodía. Desde el principio es el encargado de abrir el bar, con el único juego de llaves que existe, aparte del mío. Eso es algo que el Topo no me perdona, pero él vive en una pensión y no tengo ganas de que me vacíen el local cada tres días- menos desde que dejé de pagar a la cooperadora policial. Como decía el Inglés, negocios son negocios. Don Martín arqueó las cejas:

- Esas decisiones las toma usted. Lo que usted decida está bien.

El Topo respiró hondo y pasó el trapo por la mesa donde nos habíamos sentado.

- Como quiera, jefe, pero yo le avisé.

No hacía falta la advertencia: vi lo mal que terminaron otros Ejércitos, otros soñadores, y también los vi volver al bar. Estos pibes parecían más inocentes, más pendejos, pero al principio los demás también me habían parecido inocentes y pendejos.

A las cinco y diez llegó un camión de reparto cargado de cajas demasiado grandes como para ser de vino. Manejaba el más nervioso de los que me habían hablado, que seguía inquieto aunque por lo menos ahora no me miraba con bronca; el del maletín no estaba. Uno que yo no conocía bajó de la cabina con unos papeles y me esperó en la puerta. Habló en voz demasiado alta:

- ¿No me abre la bodega así descargamos el pedido, maestro?

Después agregó, bajando el tono, que firmara tranquilo, que era para que nadie sospechara, y me extendió un papel en blanco sujeto a una tablita. Pensé que estaban exagerando, que nadie sigue camiones de reparto, y menos un sábado a la tarde. Hice un garabato cualquiera en el papel y le devolví la birome:

- Hacen bien. Como decía el Inglés, un amigo mío, uno nunca sabe.

Le pedí al Topo que abriera el portón del depósito, al lado de la puerta del bar; y desde atrás del camión bajaron otros dos. El que me había traído los papeles se quedó en la cabina mientras bajaban todo a la vereda. Si lo que querían era que pareciera un reparto, se habían equivocado bastante. Las cajas de cartón, cerradas con cinta ancha, eran demasiado pesadas; las bajaban con cuidado y las apoyaban en el suelo como si llevaran copas de cristal. Por lo que me habían dicho supuse que eran computadoras, aunque algunas de las cajas parecían demasiado grandes. Dejaron todo frente a la puerta del depósito; del camión sacaron un carrito.

El que había venido antes me pidió que les mostrara cómo llegar a la piecita y que les dijera qué hacer con las cosas que había.

- No hay mucho, pibe, no te preocupes: anaqueles de vinos y una que otra caja de importadas, que tranquilamente pueden llevar al depósito. Eso sí, por favor no rompan ninguna botella, no sabés lo que me costó conseguir algunas de esas cosas.

Caminamos sin decir nada hasta la vereda, y ahí le mostré la rampa, el pasillo entre las cajas del depósito y la piecita. Parecía como si el tipo no pudiera aguantar las ganas de sonreír, se notaba el esfuerzo en mantener esa cara de póker. Preguntó por interruptores de luz, por enchufes, por líneas telefónicas. Mientras se los señalaba, se aclaró la garganta:

- Quería pedirle disculpas por lo de esta tarde. No tendría que haberle...

No esperaba algo así; se veía que le costaba hablar. Supe que no lo decía por haber recibido órdenes del otro.

- No te molestés, pibe, está bien.

- Es que estaba preocupado, nervioso... yo nunca le hubiera...

Parecía una reacción exagerada, como si me tomara el pelo, pero estaba mirando al piso y movía las manos adentro de los bolsillos de su campera de cuero: aunque antes le había dado por lo menos veintitrés, ahora le calculé unos veinte años.

- Te agradezco la disculpa pero no hace falta.

- Es que todo esto me tiene muy nervioso, nos estamos jugando mucho... a veces creo que...

Levantó la vista y me miró con la cara de los que no saben tomar cuando les da la tristeza. Fue apenas un segundo, pero suficiente para ver que el pibe estaba mal. Me preocupó eso de “jugarse mucho”, pero más me preocupó imaginarme que los demás podían estar tan desorientados como él. Respiró hondo, volvió a aclararse la garganta:

- Ahora acomodamos todo y nos vamos. Esta noche vuelvo acompañado para armar el lugar, nos vamos a quedar hasta que abra mañana a la mañana.

Volví al mostrador. Había poca gente, los que vienen siempre a las cinco. Saludé y fui a ayudar a Don Martín con la máquina de café. El Topo estaba atendiendo las mesas al lado de la puerta, pero igual se le veía en la cara que seguía enojado. Estaba al lado de la mesa de Alfredo. Como todas las tardes, le acercó café con brandy apenas entró. El empezaba siempre con lo mismo. Eso se lo había enseñado apenas lo conocí: Alfredo había pasado los cuarenta y yo apenas tenía veinte. El, en esa época, tomaba como los desesperados, y de ahí le quedó una resistencia alta y la úlcera que lo obliga a intercalar vasos de leche entre los cordiales. Pensé en contarle lo de los pibes, pero como decía el Inglés, el que dejó la batalla no quiere oler pólvora.

Cuando el Topo volvió al mostrador vi el vaso de whisky sin hielo que se había servido; nacional, por el color.

- Topo, sabés que de mis botellas podés agarrar lo que quieras, pero te doy un consejo de amigo: escocés y con hielo.

No contestó. El sólo tomaba en las comidas, y apenas vino tinto: con los años había conseguido que, por lo menos, me dejara elegir la cepa y que no le pusiera soda. El Topo no era un bebedor, pero tenía espíritu de bebedor. La única vez que lo vi borracho, después de lo de la mujer, se comportó como quien sabe tomar: solo pero cerca de gente de confianza, sin molestar a nadie, con una sola bebida - creo que le sugerí ginebra holandesa. Al día siguiente pidió disculpas y no volvió a hablar del tema. Hay pocos como el Topo, cada vez quedan menos.

Siguió callado, enfocando el vaso como si fuera el que uno sabe que lo va a emborrachar. Yo le iba a decir algo más, pero él agarró el vaso y se fue a la cocina. Lo seguí, vi cómo vaciaba el whisky en la pileta. No era el momento de hablar. Miré a Don Martín: si él también estaba alterado yo les tendría que decir a los pibes que se buscaran otro lugar. Prefería cerrar el local cuando Taia se cansara de reclamarme los pagos antes que perderlos a los dos. Pero Don Martín estaba igual que siempre: en ese momento buscaba sobres de azúcar para los cafés. Lo que le pasaba al Topo, entonces, era algo de él, y ya me lo contaría en su momento. Miré para la cocina, estaba acomodando una bandeja de medialunas. Como decía el Inglés, hay que dejar dormir a los perros dormidos.

El camión de reparto arrancó. El que había hablado conmigo en la bodega entró por la puerta de adelante a pedir prestada una escoba.

- Estamos limpiando un poco antes de instalar nuestras cosas.

Le expliqué que en la bodega estaba el armario con todo lo de limpieza, que usaran lo que quisieran. Mientras el pibe se iba, el Topo lo miró con bronca. Esta vez, por lo menos, tomaba etiqueta negra. Seguía acomodando medialunas.

- Topo, hablá de una buena vez. Ya sé que todo esto te cae mal, pero debe haber otra cosa...

Siguió con la vista fija en la bandeja. Después noté el temblor de los hombros cuando el líquido le bajaba por la garganta. Lleva tiempo acostumbrarse a esa sensación, y mucho más tiempo disfrutarla. Si se logra eso con una bebida como el whisky, uno puede considerarse un especialista. Dejó la jarra de agua y el vaso en la bandeja. Me miró a los ojos:

- Si esos pibes se quedan acá yo me voy, jefe. Entiendo lo de la guita, pero esto me huele mal. No les creo.

- Hace unas horas me dejaste hacer y ahora me salís con esto... ya te dije, hay algo más. Hablá.

Levantó la bandeja:

- Al que se fue manejando la camioneta lo conozco. No sé los pibes estos, pero el tipo es pesado. Vivió en la pensión unos meses. Desaparecieron varias cosas en ese tiempo, pero todos le tenían miedo y nadie se animaba a encararlo. Cuando se fue, encontramos una caja de balas abajo del colchón. Quedaban pocas.

Salió con la bandeja y tomó algunos pedidos. Cuando volvió al mostrador en lugar de quedarse fue hacia la cocina. Si no quería seguir hablando yo no lo iba a obligar; había conseguido que me dijera lo que le molestaba y era suficiente. Era suficiente, también, para preocuparme.

(continuará...)