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Escribo cuentos y novelas, doy clases, hago de periodista, traduzco. "Se esconde tras los ojos" (Alfaguara, 2000; Premio Clarín de novela) "Tangos chilangos" www.tangoschilangos.wordpress.com " Los destierrados" , El fin de la noche, 2009

Sunday, July 23, 2006

El vértigo, parte V

V

A la mañana siguiente, cuando Don Martín trajo los diarios, me señaló un recuadro en la primera página. Los pibes habían hecho bastante ruido: por lo que decía el artículo, una falla inexplicable en los sistemas del banco había destruido todos los registros y forzado a la entidad a cerrar sus sucursales. Iba a seguir leyendo pero escuché gritos desde la bodega. Me dirigía con el Topo a ver qué pasaba cuando uno de los pibes salió corriendo hacia la esquina. Detrás salió el nervioso, con la cara enrojecida: los gritos eran de él.

- Vos no vas a hacer nada, ¿entendés? Si abrís la boca no te salva nadie, ¿entendés lo que te digo?

Una mano, la mano de César, apareció sobre su hombro. Escuché unas palabras que no llegué a entender, vi un empujón, al nervioso concentrado en la figura que daba vuelta la esquina y después el golpe del portón al cerrarse. No vi a César pero adiviné los ojos hinchados, los hombros caídos, las ganas de dejar todo, lo vi tratando de sacudirse la derrota, como Juan el día en que encontró a uno de sus compañeros entrando al departamento de policía como quien entra a su casa, una semana antes de la noche en que se subió a una lancha en el Tigre que salía para Carmelo, y de ahí a Montevideo, y de ahí a San Pablo para tomar el avión a México. Los pibes podían seguir cerrando bancos, pero yo supe que les quedaba poco tiempo.

Media hora más tarde entró César y se dejó caer en una silla contra la pared. En la radio estaban comentando el asunto, un problema de funcionamiento interno, decían, un mal cálculo del encargado de sistemas. César hundió la cabeza en las manos, respiró hondo, golpeó la mesa con el puño. Me acerqué con una botella de whisky: el pibe no estaba listo para eso, pero por lo menos lo iba a calmar. Cuando corrí la silla para sentarme se acomodó el pelo, que le escondía la cara. Serví una medida:

- Tomá , pibe, tomalo sin hielo y de un trago.

Lo tragó casi sin probarlo. Yo sabía que iba a ser así, y por eso le llevé un escocés común, de ocho años. Algo de mejor calidad hubiera sido un desperdicio.

- Salió todo mal. Nadie habla de la igualdad, de la información, ni siquiera saben qué pasó. Los otros bancos desconectaron el acceso telefónico a las computadoras, así que no lo vamos a poder hacer de nuevo, y el pelotudo de Mario nos va a denunciar. Fue todo para nada, lo único que va a cambiar es que vamos a caer todos en cana. O por lo menos yo: si pasa algo seguro que ellos me mandan al frente. No me molesta la cana, después de todo soy el responsable. Lo que me molesta es que me van a mandar al frente, y hasta en una de esas terminan contratados por los mismos bancos que íbamos a quebrar.

Sin decir nada, le serví otra medida y volví detrás del mostrador. El pibe necesitaba estar solo: no para pensar en sus compañeros, sino para conocer el vaso de whisky que tenía en la mano.

Esa noche no vino ninguno de ellos y al día siguiente tampoco. Uno de los pibes se había quedado en la piecita, pero cuando entré a la bodega lo vi durmiendo frente a las computadoras prendidas que mostraban unos gráficos en colores. Los gráficos cambiaban antes de que pudiera leer los carteles o los números en los costados. Sobre la mesa, al lado de una de las pantallas, había una botella. En la expresión del pibe vi que la ginebra le había ganado la pulseada: es una bebida fuerte.

El miércoles a la mañana se acercó el Topo y me dijo que, buscando sobres de azúcar en el depósito, había escuchado ruidos en la piecita.

- ¿Ruido a botellas rotas?

Me miró como si lo estuviera diciendo en broma, pero se dio cuenta de que iba en serio.

- No, jefe, a botellas no: como un martillo, o alguien pegándole a una mesa, algo así. No hablaba nadie, pero los golpes se escuchaban clarito.

- Entonces es problema de los pibes, dejalos que se maten solos.

El Topo se rió y fue a atender a un cliente. Después, mientras preparaba el café, me preguntó si los del asunto del banco habían sido ellos. Le contesté, y se quedó pensando. Cuando volvió con la bandeja vacía me dijo:

- Iban más en serio de lo que creía... va a pasar algo con la cana, vamos a quedar pegados. Piénselo: si los raja ¿qué le pueden hacer? El pesado, el tipo de mi pensión, no pintó más, se ve que estaba ese día únicamente. Todavía estamos a tiempo, todavía no los agarraron...

Sabía que desde el primer día al Topo todo aquello no le gustaba; que me lo dijera otra vez era de esperarse. El Topo no era de guardarse la opinión, pero conmigo, con Alfredo y con Mauro sabía que no podía discutir más, que éramos, en sus palabras, "casos perdidos". A Juan no se cansaba de decirle que debería haberse quedado en México, pero a Mauro hacía rato que no le insistía con las discusiones sobre el diecisiete de octubre.

- Topo, ya te lo dije el sábado: no va a pasar nada. Cualquier cosa, sabés que a vos y a Don Martín no los voy a meter.

Se fue para la cocina. No lo había convencido, sobre todo porque él tenía razón: sabía tan bien como yo cómo iba a terminar lo de los pibes, y sabía que yo estaba de acuerdo con él. Esta discusión ya la habíamos tenido cuando Juan traía los panfletos, cuando Mauro organizaba reuniones en las mesas los miércoles por la noche, cuando Alfredo se escondió en la cocina durante una razzia. Siempre terminaba diciéndole lo mismo, y el Topo siempre se iba en silencio, y siempre insistía unos días después. Y, como siempre, tenía razón y yo no lo escuchaba.

Monday, July 17, 2006

El vértigo, parte IV

El lunes a la mañana, cuando acompañé al Topo a dejar unas bolsas de café en la bodega, escuché voces desde la pieza del fondo. Nadie había salido la noche anterior, ni esa mañana mientras esperaba a los proveedores, pero tampoco me imaginé que vería a todos adentro: en total unos diez pibes, amontonados alrededor de tres computadoras. César estaba cerca de la puerta, estudiando una de las pantallas y tecleando constantemente los números que otros compañeros leían en carpetas grises y le dictaban. Golpeé la puerta. Él se dio vuelta y me dijo que entrara. Uno de los pibes tomó su lugar frente al teclado.

- Este día va a quedar en la historia como el primer triunfo del Ejército de la Información, el primer golpe al sistema. Dentro de quince minutos, cuando prendan las computadoras de uno de los bancos extranjeros más importantes, va a haber sorpresas, va a haber problemas, va a haber justicia- anunció.

El nervioso se acercó desde otra de las computadoras:

- Todo es de todos, todos somos iguales. Lo dicen muchos, pero hoy nosotros lo ponemos en práctica por primera vez.

Cuando Alfredo incendiaba los coches de la policía era el primero en enfrentarse a la consecuente represión; cuando Mauro patrullaba las calles de Once y peleaba con los fascistas que rompían las vidrieras de los negocios y perseguían a sus dueños, era el primero en defender a los que no podían defenderse solos; cuando Juan iba a las fábricas a hablar de política era el primero en mostrarles a los obreros el camino de la militancia: siempre es la primera vez. Pero César no lo sabía, y por eso continuó, emocionado:

- Tomamos todo el dinero a disposición del banco y lo repartimos por igual entre los clientes: desde hoy todos tienen exactamente la misma cantidad depositada. También borramos los registros de los saldos anteriores, o sea que el banco puede llegar a solucionar el problema, pero va a tener que consultar a todos sus clientes, y entonces todos van a saber que nada es seguro, que cualquiera que manipule la información puede tener al sistema en la mano.

Como decía el Inglés, no sabían hacia dónde estaban yendo pero iban rápido. Supe, más que antes, cómo iba a terminar todo, pero no hablé. Esa tarde, puntualmente a las seis, le pagaría al cobrador de Taia: lo que pasara después con los pibes era problema de ellos. Definitivamente había cosas más importantes que diez mil dólares, pero hablarle a los que no saben escuchar no era una de ellas. César se disculpó y volvió al teclado. Salí de la piecita y fui con el Topo.

- No te das una idea de la de boludeces que están haciendo los pibes ahí adentro.

El Topo sonrió como si hubiera ganado un premio, y no fue necesario decir nada más. Acomodamos las bolsas de café y volvimos a la vereda, donde esperaba el proveedor con la factura lista.

Esa mañana cubrí todas las deudas chicas. Cerca del mediodía entraron varios pibes a la bodega cargando más cajas y paquetes de comida. A las dos, cuando los empleados ya habían vuelto a sus oficinas y los que quedaban ya habían pedido el café, llamé a Don Martín y al Topo:

- Hoy pagamos todas las deudas: almorcemos juntos para festejar. Ustedes preparen la comida que yo traigo el vino.

Fui a la piecita a buscar un Chianti de Toscana que me había llegado unos meses atrás y que tenía reservado: el Topo sabría apreciarlo, y a Don Martín no le iba a molestar. Desde la puerta de la bodega se escuchaban las risas. Cuando entré vi las botellas de cerveza nacional alineadas contra la pared y recordé que me quedaban unas pocas de Märzbier, la única cerveza que tolero en las comidas. Estaban los mismos pibes de la mañana; la mayoría casi borrachos. Conté las botellas y no me sorprendí: había dos por cabeza, suficiente para poner alegre a un pendejo. César, en un rincón, sin hablar con nadie, miraba su vaso a contraluz. Me sorprendió que hubiera entendido algo de lo que le había dicho, que lo intentara por su cuenta. Agarré la botella de Chianti y me acerqué.

- Eso se puede hacer sólo con bebidas de verdad, pibe, no con esta agua lavada. Vení después de la cena y empezamos de vuelta.

Esa tarde, puntualmente a las seis, llegó el cobrador de Taia con tres hombres de sobretodo. Se acercó al mostrador.

- Hoy se acaban los plazos, es orden del jefe. Si no tenés la guita ahora los muchachos van a trabajar en el boliche. Y si no está para mañana, te van a buscar a vos.

Sabía que no estaba mintiendo. Como decía el Inglés, me había salvado por la piel de los dientes. Saqué el maletín de abajo del mostrador, se lo alcancé y le pedí que contara a ver si estaba todo. Levantó las cejas y contó

- Sobran cien dólares- dijo después.

Pensé en decirle que se los quedara de propina, pero había aprendido a no burlarme de hombres con tres guardaespaldas.

- No me di cuenta, dejalos a mi favor para la próxima vez. ¿Quieren tomar algo?

Uno de los de sobretodo dijo, casi con una sonrisa:

- No se puede, estamos de servicio.

Los otros dos también intentaron sonreír. El cobrador cerró el maletín. Recordé otros lunes, al esperar que se hicieran las seis, en que había pensado frases para cuando terminara de pagar, frases ingeniosas, mensajes para Taia. Pero en ese momento, entregando la plata de los pibes, me sentí derrotado. Le di la mano al cobrador y escolté a los cuatro hasta la puerta; subieron al auto y arrancaron. Ellos probablemente le darían el maletín a Taia en menos tiempo del que me tomaría regresar al mostrador. Esperé escuchar el teléfono, la voz de Taia felicitándome o quizás diciendo que contara con él la próxima vez que tuviera que endeudarme. Era bueno saberlo- Taia no era una persona con la que quisiera tener diferencias, pero era mejor saber que no lo necesitaba por el momento y que por un tiempo no lo iría a necesitar. No llamó, pero hasta la noche siguiente estuve pendiente del teléfono.

En un balde detrás del mostrador tenía una botella individual de una bodega familiar de Champagne que produce apenas dos toneles por año en botellas sopladas. Cuando recorrí la ruta del vino francés, poco antes de comprar el bar, pedí vino en el restaurante de un pueblo de veinte casas. Al olerlo supe que el artista era de ese pueblo. Pregunté por la bodega, y el dueño me llevó a una granja de las afueras. En un galpón de madera, custodiados por un perro y el hijo del granjero, estaban los tres toneles de vino y los dos de champagne: a diferencia de las otras bodegas que había visitado, donde el olor de los toneles combinados no tenía espíritu, el aroma de éstos era la continuación del pueblo, de la gente, de las casas blancas con ventanas de madera. Me llevé dos botellas de vino y la única muestra de champagne de la granja: uno de los vinos lo había tomado el día que compré el bar, la botella de champagne había decidido reservarla para cuando cubriera la deuda. Toqué la base para medir la temperatura, acaricié el corcho áspero y el alambre torcido a mano, revisé la copa, pero supe que no era así como tenía que tomarlo. Esa botella estaba reservada para alguna ocasión todavía más especial que aquella. Un maletín por el que no había hecho nada, la plata de los pibes, no era suficiente razón para descorcharla. Preparé para mí una taza de café irlandés, y para Alfredo, que acababa de entrar, su café con brandy. Me senté detrás de la caja.

A las diez de la noche entró César. Por los ojos hinchados y los movimientos torpes supe que había seguido tomando y que había dormido toda la tarde. Antes de que me saludara le señalé una de las mesas y le acerqué un café.

- Para tomar tenés que estar bien despierto, pibe, y tenés que comer algo antes. Avisame cuando te despejes y te traigo el especial del día.

A los quince minutos estaba leyendo el menú. El Topo le llevó la comida en silencio, y yo pensé que se la iba a volcar encima a propósito. El Topo es capaz de hacer esas cosas, y Mauro lo supo el día en que le dijo que Perón era el Mussolini argentino. Pero se ve que mis consejos de aquella vez le enseñaron a calmarse, porque le sirvió la comida al pibe sin decir nada y sin volcársela. Cuando César terminó de comer me acerqué a la mesa con una botella y dos vasos en la mano.

- Vos creés que tomás cerveza, pibe, pero esas botellas de litro que comprás en los supermercados son agua sucia. Cuando pruebes ésta te vas a dar cuenta solo.

Había elegido empezar por lo que él tomaba, mostrarle las diferencias en una bebida que conociera. Esa tarde había puesto a enfriar una botella de Leffe belga y una lambic con frambuesas que me había conseguido uno de los proveedores, una de las pocas cervezas con corcho de champagne. Esa botella no la llevé enseguida: si no entendía o volvía a tomar como un pendejo, no pensaba desperdiciarla. Le acerqué el vaso; por suerte no se sorprendió al encontrarlo frío.

- Algunas bebidas tienen su propia temperatura. El cognac necesita fundirse con uno, con el whisky se puede elegir la temperatura, o mejor dicho el momento, pero la cerveza es estricta: no hay que tomarla más o menos fría, hay que tomarla a su temperatura justa. Ese vaso, igual que la botella, están a cuatro grados.

Saqué la lámina de plomo y destapé la botella. Incliné el vaso y dejé caer lentamente la cerveza hasta llenarlo, controlando la espuma y prestando especial atención al fondo de la botella.

- Una cerveza no se sirve nunca por completo: siempre tiene que quedar por lo menos un centímetro. Algunos dicen que es por el sedimento, pero yo te digo que ese resto es una ofrenda que se hace al alma de la bebida. La buena cerveza es mucho más antigua que el buen vino, es la más antigua de las bebidas, y tiene una magia que no tienen las demás.

Miró el vaso como preguntando qué tenía de especial, pero no dijo nada. Empecé a arrepentirme de estar perdiendo tiempo y una botella así en alguien que nunca iba a aprender, pero ya estaban los vasos servidos y ningún bebedor tomaría de un vaso servido para otra persona, eso es cosa de borrachos.

- Tomá despacio, pensando en lo que hacés. Esta cerveza es de abadía, tiene el tono tranquilo de los monjes; dejala que descanse en la boca hasta que sientas cada parte del sabor y la textura.

Agarró el vaso y se lo llevó despacio a los labios. Lo miré a los ojos mientras la cerveza se deslizaba por debajo de la espuma, mientras sentía primero el frío y luego el meduloso lleno. Bajó los párpados, respiró hondo. La malta rebotaba contra sus labios entreabiertos. Separó el vaso, abrió los ojos despacio y me miró con decepción. Supe que se había acercado, que había estado a punto de comprender, pero que no había sido suficiente. No tenía sentido seguir esa noche: era un progreso, pero todavía no estaba listo. Decírselo, mostrarle que yo también sabía de su derrota, hubiera sido casi un insulto. Cambié de tema.

- A vos te pasa algo, pibe, estás con la cabeza en otra parte.

Dejó el vaso en la mesa. Como si el recuerdo del problema fuera una carga que le ponía sobre la espalda, habló casi sin voz:

- Lo de esta mañana salió bien, muy bien, pero me siento peor que si hubiéramos fallado. Es difícil de explicar.

Pensé en Taia, en el maletín, en la deuda.

- Te entiendo, pibe.

- Es como si de golpe no estuviera seguro de lo que hice, o prefiriera no haberlo hecho. Cuando lo planeábamos con los chicos era una cosa, pero ahora que repartimos esa plata no estoy tan seguro de que la manera sea esa. Sigo creyendo que sí, que quizás sea la única posibilidad, y que acciones como éstas pueden cambiar las cosas, pero ya no lo veo tan claro.

Alfredo me había contado una vez de la noche en que pusieron la bomba en el auto de Ramón Falcón: él era parte del grupo, pero a último momento había decidido no participar. “Era la única manera de parar a ese carnicero de anarquistas, una acción así iba a empujar la causa y desarmar la institución, pero no pude”, me dijo el día en que le sugerí por primera vez brandy de Borgoña. Estaba por decirle algo a César cuando entró corriendo uno de los pibes que había visto en la piecita esa mañana.

- ¡Vení rápido, que por la tele están pasando lo nuestro!

Sunday, July 09, 2006

El vértigo, parte III


III

Llegué al bar a las nueve y media. Don Martín y el Topo ya tenían las medialunas en el mostrador para la gente que vendría -que en realidad no venía- al final de la misa en la iglesia de enfrente. Eran clientes regulares: padres que traen a sus hijos, mujeres que se reúnen con sus amigas. Alfredo, en las primeras semanas en que tuve el bar, se levantaba especialmente para hablar mesa por mesa y convencerlos de que el hombre no necesita a Dios o a las autoridades, que la Iglesia es un mecanismo para embrutecer al pueblo. Era mi amigo y no me preocupaba lo que hablara con la gente, pero tuve que pedirle que dejara de hacerlo por las quejas de los clientes y la amenaza del cura de denunciarnos a los dos. A mí no me iba a pasar nada- en esa época pagaba puntualmente la cooperadora policial y el comisario todavía tenía en el cajón de su escritorio la plata que le había dado para que me habilitara el boliche- pero Alfredo tenía bastantes antecedentes y ése no era un buen momento para ser arrestado por “anarquista, ateo y apátrida”. Dejó de venir unas semanas, pero después volvió y le llevé yo mismo la taza de café con brandy.

Al final de la misa vino poca gente- no quise fijarme cuántos había en el bar reformado de la otra cuadra. En la caja no había mucha plata, y antes de las tres de la tarde, cuando llegaran los sandwiches de miga, habría que pagarle al panadero. En la caja no había plata, y al día siguiente, como todos los lunes a las seis de la tarde, el cobrador de Taia llegaría con otros dos hombres. En la caja no había nada, y César había dicho que estaban por llegar las intimaciones de pago de los impuestos. Me serví una copa del licor de hierbas que todavía estaba en el mostrador, y mientras estudiaba la suave transparencia verde supe que tendría que elegir: los impuestos o los pibes; Taia o los pibes; el bar o los pibes. Como decía el Inglés, los principios no te hacen llegar a fin de mes. César se asomó a la puerta y me dijo que volverían a la noche. No estaba listo para responderle, pero para echarlos habría tiempo. Fingí estar concentrado en el vaso y sacudí la cabeza.

Pasé el resto del día tratando de decidirme: para los impuestos tendría plazos, y el bar no lo tocarían por lo menos en dos meses. Pero Taia se manejaba con otros tiempos. Había que elegir: Taia o los pibes. Sí, probablemente hubiera muchas cosas más importantes que diez mil dólares, pero en ese momento no se me ocurría ninguna.

Vino poca gente a la tarde, pero a las nueve de la noche la mitad de las mesas estaban ocupadas. César y los pibes no habían aparecido, y yo no tenía apuro por verlos. En la mesa de la puerta estaban Alfredo, Mauro y Juan; el Topo ya les había levantado los platos y, aparte de las copas y de la botella cerrada de Mescal de Juan, la mesa estaba vacía. Cuando volvió de Méjico me trajo una botella para que pruebe, pero el Mescal y el Sanpedro son las dos únicas bebidas a las que juré no acercarme nunca. Cualquier hierba puede dar aroma y sabor a una bebida, pero los gusanos y el peyote son cosas que no van con mi personalidad. Todas las noches, Juan traía la botella para recordarme que le debía ese trago. Yo lo respetaba- él es en realidad el único bebedor auténtico de tequila que conozco- pero eso no era suficiente para hacerme aceptar: Juan siempre terminaba por llevarse su botella cerrada para volver a traerla al día siguiente.

Los pibes llegaron a las diez. Entraron directamente al depósito, con más cajas y bolsas. No vi a César, pero sabía que tarde o temprano iba a venir: sin él los demás no moverían un dedo. Como todos los domingos a la noche, el televisor estaba prendido. Mientras el Topo movía la antena para recibir mejor el partido de fútbol, comenté los resultados de la fecha con algunos clientes. Nunca me interesó el deporte, pero hay cosas que el dueño de un bar tiene que saber: todos los domingos el Topo escuchaba en una radio portátil los partidos de Independiente, y así me mantenía al tanto de los resultados de la fecha. El televisor había llegado unos años atrás a pedido de varios de los regulares de los domingos, que vivían solos y necesitaban algo de qué discutir mientras cenaban. El resto de la semana el televisor quedaba apagado, excepto cuando había otros partidos. Don Martín, que estaba esperando un pedido en la cocina, salió cuando los comentaristas mencionaron a Boca Juniors. Recibió las bromas en silencio y volvió a la cocina apenas terminaron de hablar del partido. En ese momento entró César.

Eligió una mesa al costado del bar y me llamó. Por la cara supe que venía a disculparse, y que sabía que yo había pensado en sacarlos de la bodega. Le vi la misma expresión que tenía su compañero, el nervioso, un día antes. Como decía el Inglés, los grandes hombres pueden humillarse con la frente alta. Ninguno de ellos lo era: César ni siquiera llegaba a bebedor mediocre. Me senté frente a él y dejé que hablara. Cuando hizo el primer silencio apoyé los codos en la mesa y dije:

- Lo de ayer no pasó, pibe. Creí que podías aprender algo, pero no tiene sentido. Te repito que te cuides, que sepas con quién te metés. Hacé lo que quieras.

Agradeció el consejo, repitió las disculpas, hizo promesas: esa noche sería su primer operación, después se manejarían de otra manera, a otro nivel. Pensé en decirle que el “otro nivel” era más delicado todavía, que no podía confiarse tanto, pero miré a la mesa donde Alfredo, Mauro y Juan levantaban las copas y decidí esperar a que se diera cuenta solo.

Wednesday, July 05, 2006

Reading the blood

Reading the blood

Literatos y excéntricos: los ancestros ingleses de Jorge Luis Borges.

Martín Hadis

Ed. Sudamericana, 2006

Douglas Adams’ The Hitch Hiker’s Guide to the Galaxy opens the day Arthur Dent’s house is going to be knocked down. The leader of the demolition team is a Mr. L. Prosser, “a direct male-line descendant of Genghis Khan, though intervening generations and racial mixing had so juggled his genes that he had no discernible Mongoloid characteristics, and the only vestiges left in Mr. L. Prosser of his mighty ancestry were a pronounced stoutness about the tum and a predilection for little fur hats.”

Thomas R. Robinson, an associate professor of accounting at the University of Miami, thought for a while that he too belonged in the Khan family: in early June 2006 he received the results of a genetic test that proved he was the first descendant of the Mighty Khan ever found in the US, but two weeks later a second test proved that he lacked the specific Y-chromosome mutation passed on by the Mongolian Emperor. As it turns out, 8% of all men in Asia (i.e. 1 in 200 men worldwide) have Genghis Khan blood, slightly watered down since the XI century.

What do these facts signify? What’s in a bloodline? Genetics and biology have taken care of the physiological side of the answer, cultural anthropology has studied the social implications of kinship, and psychology has tried to systematize the psychic imprints left by parents and other relatives. How about the literary implications of heredity? Is there a literary pedigree which sheds light on a writer’s work?

This hypothesis supports Literatos y excéntricos, Martín Hadis’s latest work on Jorge Luis Borges. The book presents a thorough and accurate research on the life and times of Borges’s English ascendants on her father’s mother’s side (the Haslam family). An impeccable effort in biography, this book’s title promises a collection of “scholars and oddballs”, and that it most certainly delivers: preachers, teachers, one of the leading experts on and collectors of human skulls, booksellers, the author of “A Domestic Guide for Cases of Insanity”, a Buenos Aires Herald collaborator and, finally, Frances Haslam, Borges’s grandmother, who came to Argentina to marry Colonel Francisco Borges.

The English influence in Borges was extraordinary, in a literary, intellectual and personal dimension. A famous critical dictum by Ricardo Piglia states that Borges has a dual lineage, and that his works find a synthesis for a clash of two ancestries: the conqueror, warlike criollo blood of the Acevedos and the Borges; and the more intellectual English blood of the Haslams. Yet, the construction of heredity (especially in someone like Borges, who worked and reworked the notion of lineage throughout his writings) goes beyond the bloodline, and most of the facts collected in this book, by Hadis’s own account, would have been news to Jorge Luis Borges himself: he made several references, in his works and in interviews, to his British family, but he rarely got the specifics right and his recollections never went beyond his great-grandfather. Does the historical truth matter more than what Borges knew (or thought he knew, or convinced himself that he knew) about the past of his family? Do History’s facts outweigh identity as a construct?

Jorge Luis Borges grew up among the books of his father, Jorge Guillermo Borges, and those books (most of them English) were in turn a legacy of Fanny Haslam, Jorge Guillermo’s mother and Jorge Luis’s closest direct link to England. Fanny herself played an important role in the upbringing of Jorge Luis. Without those books and those influences he wouldn’t have felt a literary calling at such an early age, and that he was the first to admit (even boast). How much of his love of literature was due to this sum of facts and how much was of his own doing, and how much of his ancestry beyond Fanny Haslam transpired into the miracle that was his writing, are questions that this book tries to answer by sheer force of hard facts (a shibboleth of Hadis’s career in science?), but what should be Hadis’s strongest statement becomes the weakest link. Throughout the book Hadis tries to set parallels between the lives of Borges and that of his antecessors, but seldom transcends the coincidental or the genetic (Borges’s blindness, for instance, comes from this side of his family). The second half of the book, in which Hadis weaves a genealogical interpretation of Borges’s writings and ideas, is less rigorous than the biographies and prone to leaps of faith, something which renders it more interesting on some accounts (it is the most personal and passionate writing in the book) but not as convincing and conclusive as the writer would have it be.

Literatos y excéntricos accomplishes a hard task: it is close to impossible these days to strike on such a vast, fertile expanse of borgeana which remains virgin, and this work could easily become the standard of its kind (so far, it is the only one of its kind). It is clearly a labour of love, and every page exudes a thorough knowledge of all things Borges and a zeal for detail that prove the many years of hard work taken for its preparation. Some Borges readers will certainly find it illuminating, and anyone with a serious interest in the writer should consider it a must-read. What L. Prosser and Thomas R. Robinson would say about it, alas, we will never know.

Publicado en el suplemento On Sunday del Buenos Aires Herald el 2 de julio de 2006

Sunday, July 02, 2006

El vértigo, parte II


II

Los pibes salieron de la bodega a las ocho de la noche. No pasaron a avisar que se iban, apenas si saludaron desde la vereda antes de cruzar. Tenía que esperar que viniera el del maletín: él era el que decidía, con él sí tenía sentido hablar. Eso lo aprendí hace mucho: hay que hablar siempre con los que mandan. Nunca discuto con vendedores, ni con empleados, ni con hombres de Taia: aunque se los convenza, no hay mucho que ellos puedan hacer. Nunca me peleo con ellos, tampoco: no deja de ser importante llevarse bien con los que hacen las cosas. Como decía el Inglés, hacete amigo del juez y también del secretario. Uno de los cobradores de Taia, sorprendentemente hombre de licores franceses, cada vez que venía a buscar los pagos se sentaba a tomar conmigo. Aunque era uno de los cobradores que más cosas solía romper, conmigo nunca tuvo problemas. Ahora yo había aceptado las disculpas del pibe, y con eso tenía la mitad del asunto a mi favor; con el del maletín me arreglaría esa noche.

Era sábado, pero no había muchos clientes. Mauro llegó a las ocho y media y se sentó al lado de Alfredo. Salió muy poca comida esa noche, y apenas si alguien pidió una copa de ginebra, aparte de Alfredo con sus cordiales y de Mauro, que esa noche tomó kirsch. Después de cenar revisé mis estantes buscando un licor de hierbas que me habían traído de Italia unos días antes, y recordé que lo había guardado en los anaqueles especiales del depósito. Eso me iba a dar una excusa para ver lo que habían hecho a la tarde. Cuando empecé a caminar me acordé de que ellos iban a mover todas las cosas y me preocupé: si le había pasado algo a una sola botella iba a romper todo lo que hubieran puesto.

Los anaqueles estaban donde yo los había dejado, cerca de la puerta. Tanteé la tecla de la luz y un brillo inesperado me encegueció por unos segundos. En lugar del portalámparas colgando de un cable, alrededor de las paredes había tubos y otras luces que iluminaban algunas mesas bajas y varias sillas; había cajas acomodadas a los costados. El piso estaba cubierto por una especie de alfombra, y en las paredes había láminas con tablas y gráficos que yo no entendía y un pizarrón blanco. No habían trabajado mal, considerando que eran dos y no habían estado allí más de tres horas.

En ese momento escuché que el portón se abría, y pasos, y la voz del hombre que yo esperaba. Agarré la botella y abrí la puerta de la piecita cuando estaban por entrar. Busqué con la mirada a los que habían estado esa tarde, les agradecí por no haber tocado mis bebidas y les dije que ya me estaba yendo. El del maletín me miró con la sonrisa de mi viejo cuando me encontraba escondido en su bodega. No le hice caso y salí. Cuando entraron todos le dije que después necesitaba hablar con él.

Ya no estaba de ánimo para el licor de hierbas: dudé entre sake y vodka, pero como había estado tomando en tono europeo no correspondía romperlo. Los que no saben beber mezclan mal las nacionalidades, no reconocen la patria de la bebida: ahí se ve el carácter de la tierra, de la gente que levantó las hierbas, de la madera de los toneles. El que sabe escucha a cada bebida contando una historia, y sabe qué historias se pueden escuchar en una misma noche. Si pruebo algo que no conozco, trato de no tomar nada más. Lo fundamental es sentir el efecto completo, poder escuchar los matices de cada voz. Estaba escuchando el segundo vaso de Stolitznaya cuando el del maletín colgó el saco en el respaldo de una silla y se sentó a mi mesa.

- Prefiero el Absolut, pero la suya no es mala elección- dijo.

Hay pocas cosas que soporte menos que los consejos de bebidas que dan los que no saben, los que creen que los vinos buenos son todos franceses y que el whisky se destila solamente en Escocia. Era de esperar que tomara Absolut, que eligiera la bebida por la imagen, por cuestiones de falso prestigio.

- Te quería hablar de lo que van a hacer ustedes acá al lado.

- Lo supuse. La explicación de hoy a la tarde no fue muy clara- dijo.

- No, no es eso. Lo que hagan es problema de ustedes. Te explico: tengo la sensación de que todo esto va a terminar mal. Tranquilizame.

Él estaba esperando esa pregunta, lo vi en su sonrisa.

- Le repito lo que le dije esta tarde: no hay nada de qué preocuparse. Hace meses que interferimos los sistemas de varias financieras y nadie sospecha nada, no van a enterarse nunca de que existimos. Y la policía tampoco: en esa pieza va a haber nada más que computadoras, un pizarrón y líneas de teléfono. Las líneas son legales, pero las llamadas que hacemos no son registradas por las compañías telefónicas. Somos indetectables.

- Eso ya lo sé... ¿cómo era que te llamabas?

La misma sonrisa.

- No me llamo César, pero dígame así, mejor.

Aunque no fuera el nombre verdadero, era algo: Mauro no se llamaba Mauro, pero desde hacía veinte años que lo conocía por ese nombre y nunca me importó averiguar lo que decía su documento de identidad. Con el pibe era diferente, pero ahora por lo menos sabía cómo llamarlo.

- A eso me refiero, César, no puedo confiar en alguien que ni siquiera me dice su nombre.

- No se preocupe... no estamos escondiendo nada.

Que me tomara por idiota era todavía más insoportable que sus consejos sobre vodka.

- ¿Quién manejaba la camioneta esta tarde? No tenía cara de saber mucho de computadoras...

Pensé que tenía una respuesta preparada para esto también, pero mi pregunta lo sorprendió. Como vi que no iba a contestar, puse la copa de vodka a contraluz:

- ¿Ves el reflejo azulado, pibe? El que vos tomás seguramente no lo tiene: es la firma del vodka ruso. Probablemente lo hayas visto en el Smirnoff original, no el de Estados Unidos. Ese se consigue fácil, pero el reflejo es mucho más suave. Dicen que es algo que le ponen cuando lo destilan, que es algo que hay en la tierra de donde sacan las papas: los que conocemos el vodka sabemos que eso, que este reflejo azul, es el alma de la bebida. Cada bebida noble tiene un color, una característica. Es más difícil ver eso que conocer a la gente, es un secreto mucho mejor guardado que tu nombre o cuánto le pagaron a ese matón de mala muerte para que los proteja.

Ese comentario lo sorprendió todavía más. Me miraba con la misma cara con la que había mirado esa tarde el vaso de anís. Intentó hablar, pero cada vez que parecía decidirse por una frase se interrumpía antes de la primer palabra; recorría con los ojos la botella de vodka, las paredes, las caras de los que estaban en el bar. Me acordé de la vez en que mi viejo me había preguntado por qué tomaba a escondidas las bebidas más baratas de la bodega y con las importadas no me atrevía. “Si vas a tomar hacelo bien, que no se diga que mi hijo toma sólo ginebra nacional y licor de huevo, que encima es bebida de mujeres”. Esa fue la primera vez que bebimos juntos, y ahí, como decía el Inglés, aprendí los cabos. Hay cosas que uno sólo puede aprender con el padre.

- Pibe, dejame darte un consejo: cuidate. Hay gente con la que mejor no meterse. ¿Vos qué tomás?

No entendió que lo estaba invitando hasta que me acerqué al estante de bebidas a dejar el vodka. Ahora que la noche había cambiado de graduación, el licor de hierbas tenía el tono justo. Habló con la voz de los pibes cuando piden caramelos en un kiosco:

- Tequila - dijo -, tomo tequila.

Era de esperarse. El tequila es la bebida fuerte de los débiles: lo toman como el suicida que salta de un balcón, ahogan el sabor con la sal. Elegí cognac, para mostrarle que en la vida también existen otras cosas. Dejé en uno de los estantes el licor de hierbas y llevé dos copas anchas a la mesa.

- Ahora vas a tomar conmigo, y vas a tomar bien. A lo mejor aprendés algo.

Después de templar las copas con agua caliente, las acosté sobre la mesa y decanté la bebida lentamente hasta que estuvo a punto de volcarse. El se llevó la copa a los labios apenas la enderecé.

- Pará, pibe. Dije que ibas a tomar bien, que ibas a aprender. Tomar cognac es como seducir a una mujer. Primero hay que abrazarlo, hay que dejar que la bebida se acostumbre a nuestro cuerpo, que tome nuestra temperatura.

- ¿No hay calentadores para eso? Son como mecheros con un soporte para poner la copa...

- ¿Le pedirías a alguien que seduzca a una mujer por vos? A las cosas hay que saber esperarlas. Todo tiene su tiempo. El cognac es... plácido, esa es la palabra: es para tomar con tiempo; es para satisfacer los ojos, el olfato, para dejarlo en el paladar hasta que baje despacio por la garganta y llegue, más despacio todavía, al resto del cuerpo.

Agarró de vuelta la copa, apretándola con mucha más torpeza de la necesaria.

- No la ahorques. Todo lo que se haga con el cognac se hace con delicadeza.

Me perdí en el juego de luz de la copa. La cara de César a través de la bebida era apenas una mancha que temblaba en el reflejo.

- No tengo paciencia para esto.

- Ya sé. Por eso traje el cognac, para que aprendas.

Asintió, y relajó la mano. Se movía todo el tiempo en la silla, pero en ningún momento volvió a presionar o sacudir la copa.

- Concentrate en el color, en la luz. Mirá las cosas a través de la bebida hasta que te resulten familiares. Recién ahí vas a estar listo para tomar, recién ahí vas a saber cómo.

Con la copa en la mano fui atrás de la caja. El Topo estaba en la cocina, mirando hacia donde el pibe se concentraba en el cognac frente a sus ojos. Yo también lo miré. Estaba claro que le faltaba aprender, y no sólo de bebidas. Todos pasamos por eso. Al principio, después de que mi viejo me enseñara, yo trataba de impresionar a mis amigos o a las mujeres que estaban alrededor de la barra con recetas de tragos poco conocidos. Las mujeres siempre se acercan a un buen bebedor, esa es una de las primeras cosas que aprendí; y también aprendí que el que bebe para conseguir mujeres falla siempre. Como decía el Inglés, la copa es una amante celosa. Cuando perdía el equilibrio, ninguna de las que antes me miraban quería quedarse cerca. Un bebedor puede ser un hombre interesante, un borracho es siempre un leproso. Por suerte tenía a mis amigos, que me levantaban y me ayudaban a llegar hasta la cama sin que escuchara mi madre. Una vez llegamos cuando el viejo estaba por salir a trabajar. A la noche, cuando volvió, me llevó al sótano donde tenía la bodega. “La otra vez te enseñé cosas que a mí me llevó años aprender, cosas que algunos no aprenden nunca; si así y todo vos llegás a casa como anoche es que tomás como un pendejo, y con eso no puedo hacer nada”, me dijo. César, sin moverse, seguía mirando el cognac. Se le notaba la impaciencia, las ganas de terminar la copa de un solo trago.

Por el ruido de las chapitas me di cuenta de que se acercaba el Topo con las manos en los bolsillos del delantal. No podía mirar al pibe y discutir con el Topo al mismo tiempo. Iba a decirle que hablábamos después, pero el Topo se me adelantó.

- Quería hablarle de lo de esta tarde, jefe.

- Topo, sabés que no importa.

Hundió las manos todavía más. Siempre hacía lo mismo cuando se ponía nervioso; en un cajón de la cocina guardaba hilo y aguja para las veces en que vencía las costuras de los bolsillos.

- Sí que importa. Si no pienso como usted tengo que aguantármela, como Don Martín.

Quedó en silencio, como esperando que le dijera algo, como buscando que yo le ahorrara el resto de la disculpa. Decidí dejarlo terminar.

- Lo del tipo me asustó, pero eso no me da derecho a faltarle el respeto, jefe. A usted no le puedo hacer eso.

Definitivamente no quedan muchos como el Topo. Apoyé la mano en su hombro, le dije que lo entendía, que no hacía falta aclarar nada. Me miró con cara de alivio, y se fue a levantar una mesa que se acababa de desocupar.

Cuando volví a mirar para el lado de César, él se fijaba la hora en su reloj. La copa de cognac estaba sobre la mesa, vacía. Debería haberlo sabido antes, se notaba que el pibe no tenía temple. Me acerqué a la mesa midiendo los pasos.

- Andate.

Ensayó una explicación pero lo corté en seco.

- No te lo voy a repetir.

Me miró entre sorprendido y enojado. No me entendía pero era lógico: le faltaba tanto que no tenía sentido explicarle. Se fue con el saco en la mano. Tomé el cognac para tranquilizarme, aunque no estaba de ánimo. A la mañana siguiente, antes de abrir el bar, los iba a sacar a todos a la calle. Hay cosas más importantes que diez mil dólares.