III
Llegué al bar a las nueve y media. Don Martín y el Topo ya tenían las medialunas en el mostrador para la gente que vendría -que en realidad no venía- al final de la misa en la iglesia de enfrente. Eran clientes regulares: padres que traen a sus hijos, mujeres que se reúnen con sus amigas. Alfredo, en las primeras semanas en que tuve el bar, se levantaba especialmente para hablar mesa por mesa y convencerlos de que el hombre no necesita a Dios o a las autoridades, que la Iglesia es un mecanismo para embrutecer al pueblo. Era mi amigo y no me preocupaba lo que hablara con la gente, pero tuve que pedirle que dejara de hacerlo por las quejas de los clientes y la amenaza del cura de denunciarnos a los dos. A mí no me iba a pasar nada- en esa época pagaba puntualmente la cooperadora policial y el comisario todavía tenía en el cajón de su escritorio la plata que le había dado para que me habilitara el boliche- pero Alfredo tenía bastantes antecedentes y ése no era un buen momento para ser arrestado por “anarquista, ateo y apátrida”. Dejó de venir unas semanas, pero después volvió y le llevé yo mismo la taza de café con brandy.
Al final de la misa vino poca gente- no quise fijarme cuántos había en el bar reformado de la otra cuadra. En la caja no había mucha plata, y antes de las tres de la tarde, cuando llegaran los sandwiches de miga, habría que pagarle al panadero. En la caja no había plata, y al día siguiente, como todos los lunes a las seis de la tarde, el cobrador de Taia llegaría con otros dos hombres. En la caja no había nada, y César había dicho que estaban por llegar las intimaciones de pago de los impuestos. Me serví una copa del licor de hierbas que todavía estaba en el mostrador, y mientras estudiaba la suave transparencia verde supe que tendría que elegir: los impuestos o los pibes; Taia o los pibes; el bar o los pibes. Como decía el Inglés, los principios no te hacen llegar a fin de mes. César se asomó a la puerta y me dijo que volverían a la noche. No estaba listo para responderle, pero para echarlos habría tiempo. Fingí estar concentrado en el vaso y sacudí la cabeza.
Pasé el resto del día tratando de decidirme: para los impuestos tendría plazos, y el bar no lo tocarían por lo menos en dos meses. Pero Taia se manejaba con otros tiempos. Había que elegir: Taia o los pibes. Sí, probablemente hubiera muchas cosas más importantes que diez mil dólares, pero en ese momento no se me ocurría ninguna.
Vino poca gente a la tarde, pero a las nueve de la noche la mitad de las mesas estaban ocupadas. César y los pibes no habían aparecido, y yo no tenía apuro por verlos. En la mesa de la puerta estaban Alfredo, Mauro y Juan; el Topo ya les había levantado los platos y, aparte de las copas y de la botella cerrada de Mescal de Juan, la mesa estaba vacía. Cuando volvió de Méjico me trajo una botella para que pruebe, pero el Mescal y el Sanpedro son las dos únicas bebidas a las que juré no acercarme nunca. Cualquier hierba puede dar aroma y sabor a una bebida, pero los gusanos y el peyote son cosas que no van con mi personalidad. Todas las noches, Juan traía la botella para recordarme que le debía ese trago. Yo lo respetaba- él es en realidad el único bebedor auténtico de tequila que conozco- pero eso no era suficiente para hacerme aceptar: Juan siempre terminaba por llevarse su botella cerrada para volver a traerla al día siguiente.
Los pibes llegaron a las diez. Entraron directamente al depósito, con más cajas y bolsas. No vi a César, pero sabía que tarde o temprano iba a venir: sin él los demás no moverían un dedo. Como todos los domingos a la noche, el televisor estaba prendido. Mientras el Topo movía la antena para recibir mejor el partido de fútbol, comenté los resultados de la fecha con algunos clientes. Nunca me interesó el deporte, pero hay cosas que el dueño de un bar tiene que saber: todos los domingos el Topo escuchaba en una radio portátil los partidos de Independiente, y así me mantenía al tanto de los resultados de la fecha. El televisor había llegado unos años atrás a pedido de varios de los regulares de los domingos, que vivían solos y necesitaban algo de qué discutir mientras cenaban. El resto de la semana el televisor quedaba apagado, excepto cuando había otros partidos. Don Martín, que estaba esperando un pedido en la cocina, salió cuando los comentaristas mencionaron a Boca Juniors. Recibió las bromas en silencio y volvió a la cocina apenas terminaron de hablar del partido. En ese momento entró César.
Eligió una mesa al costado del bar y me llamó. Por la cara supe que venía a disculparse, y que sabía que yo había pensado en sacarlos de la bodega. Le vi la misma expresión que tenía su compañero, el nervioso, un día antes. Como decía el Inglés, los grandes hombres pueden humillarse con la frente alta. Ninguno de ellos lo era: César ni siquiera llegaba a bebedor mediocre. Me senté frente a él y dejé que hablara. Cuando hizo el primer silencio apoyé los codos en la mesa y dije:
- Lo de ayer no pasó, pibe. Creí que podías aprender algo, pero no tiene sentido. Te repito que te cuides, que sepas con quién te metés. Hacé lo que quieras.
Agradeció el consejo, repitió las disculpas, hizo promesas: esa noche sería su primer operación, después se manejarían de otra manera, a otro nivel. Pensé en decirle que el “otro nivel” era más delicado todavía, que no podía confiarse tanto, pero miré a la mesa donde Alfredo, Mauro y Juan levantaban las copas y decidí esperar a que se diera cuenta solo.
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