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Escribo cuentos y novelas, doy clases, hago de periodista, traduzco. "Se esconde tras los ojos" (Alfaguara, 2000; Premio Clarín de novela) "Tangos chilangos" www.tangoschilangos.wordpress.com " Los destierrados" , El fin de la noche, 2009

Sunday, July 23, 2006

El vértigo, parte V

V

A la mañana siguiente, cuando Don Martín trajo los diarios, me señaló un recuadro en la primera página. Los pibes habían hecho bastante ruido: por lo que decía el artículo, una falla inexplicable en los sistemas del banco había destruido todos los registros y forzado a la entidad a cerrar sus sucursales. Iba a seguir leyendo pero escuché gritos desde la bodega. Me dirigía con el Topo a ver qué pasaba cuando uno de los pibes salió corriendo hacia la esquina. Detrás salió el nervioso, con la cara enrojecida: los gritos eran de él.

- Vos no vas a hacer nada, ¿entendés? Si abrís la boca no te salva nadie, ¿entendés lo que te digo?

Una mano, la mano de César, apareció sobre su hombro. Escuché unas palabras que no llegué a entender, vi un empujón, al nervioso concentrado en la figura que daba vuelta la esquina y después el golpe del portón al cerrarse. No vi a César pero adiviné los ojos hinchados, los hombros caídos, las ganas de dejar todo, lo vi tratando de sacudirse la derrota, como Juan el día en que encontró a uno de sus compañeros entrando al departamento de policía como quien entra a su casa, una semana antes de la noche en que se subió a una lancha en el Tigre que salía para Carmelo, y de ahí a Montevideo, y de ahí a San Pablo para tomar el avión a México. Los pibes podían seguir cerrando bancos, pero yo supe que les quedaba poco tiempo.

Media hora más tarde entró César y se dejó caer en una silla contra la pared. En la radio estaban comentando el asunto, un problema de funcionamiento interno, decían, un mal cálculo del encargado de sistemas. César hundió la cabeza en las manos, respiró hondo, golpeó la mesa con el puño. Me acerqué con una botella de whisky: el pibe no estaba listo para eso, pero por lo menos lo iba a calmar. Cuando corrí la silla para sentarme se acomodó el pelo, que le escondía la cara. Serví una medida:

- Tomá , pibe, tomalo sin hielo y de un trago.

Lo tragó casi sin probarlo. Yo sabía que iba a ser así, y por eso le llevé un escocés común, de ocho años. Algo de mejor calidad hubiera sido un desperdicio.

- Salió todo mal. Nadie habla de la igualdad, de la información, ni siquiera saben qué pasó. Los otros bancos desconectaron el acceso telefónico a las computadoras, así que no lo vamos a poder hacer de nuevo, y el pelotudo de Mario nos va a denunciar. Fue todo para nada, lo único que va a cambiar es que vamos a caer todos en cana. O por lo menos yo: si pasa algo seguro que ellos me mandan al frente. No me molesta la cana, después de todo soy el responsable. Lo que me molesta es que me van a mandar al frente, y hasta en una de esas terminan contratados por los mismos bancos que íbamos a quebrar.

Sin decir nada, le serví otra medida y volví detrás del mostrador. El pibe necesitaba estar solo: no para pensar en sus compañeros, sino para conocer el vaso de whisky que tenía en la mano.

Esa noche no vino ninguno de ellos y al día siguiente tampoco. Uno de los pibes se había quedado en la piecita, pero cuando entré a la bodega lo vi durmiendo frente a las computadoras prendidas que mostraban unos gráficos en colores. Los gráficos cambiaban antes de que pudiera leer los carteles o los números en los costados. Sobre la mesa, al lado de una de las pantallas, había una botella. En la expresión del pibe vi que la ginebra le había ganado la pulseada: es una bebida fuerte.

El miércoles a la mañana se acercó el Topo y me dijo que, buscando sobres de azúcar en el depósito, había escuchado ruidos en la piecita.

- ¿Ruido a botellas rotas?

Me miró como si lo estuviera diciendo en broma, pero se dio cuenta de que iba en serio.

- No, jefe, a botellas no: como un martillo, o alguien pegándole a una mesa, algo así. No hablaba nadie, pero los golpes se escuchaban clarito.

- Entonces es problema de los pibes, dejalos que se maten solos.

El Topo se rió y fue a atender a un cliente. Después, mientras preparaba el café, me preguntó si los del asunto del banco habían sido ellos. Le contesté, y se quedó pensando. Cuando volvió con la bandeja vacía me dijo:

- Iban más en serio de lo que creía... va a pasar algo con la cana, vamos a quedar pegados. Piénselo: si los raja ¿qué le pueden hacer? El pesado, el tipo de mi pensión, no pintó más, se ve que estaba ese día únicamente. Todavía estamos a tiempo, todavía no los agarraron...

Sabía que desde el primer día al Topo todo aquello no le gustaba; que me lo dijera otra vez era de esperarse. El Topo no era de guardarse la opinión, pero conmigo, con Alfredo y con Mauro sabía que no podía discutir más, que éramos, en sus palabras, "casos perdidos". A Juan no se cansaba de decirle que debería haberse quedado en México, pero a Mauro hacía rato que no le insistía con las discusiones sobre el diecisiete de octubre.

- Topo, ya te lo dije el sábado: no va a pasar nada. Cualquier cosa, sabés que a vos y a Don Martín no los voy a meter.

Se fue para la cocina. No lo había convencido, sobre todo porque él tenía razón: sabía tan bien como yo cómo iba a terminar lo de los pibes, y sabía que yo estaba de acuerdo con él. Esta discusión ya la habíamos tenido cuando Juan traía los panfletos, cuando Mauro organizaba reuniones en las mesas los miércoles por la noche, cuando Alfredo se escondió en la cocina durante una razzia. Siempre terminaba diciéndole lo mismo, y el Topo siempre se iba en silencio, y siempre insistía unos días después. Y, como siempre, tenía razón y yo no lo escuchaba.

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