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Escribo cuentos y novelas, doy clases, hago de periodista, traduzco. "Se esconde tras los ojos" (Alfaguara, 2000; Premio Clarín de novela) "Tangos chilangos" www.tangoschilangos.wordpress.com " Los destierrados" , El fin de la noche, 2009

Monday, July 17, 2006

El vértigo, parte IV

El lunes a la mañana, cuando acompañé al Topo a dejar unas bolsas de café en la bodega, escuché voces desde la pieza del fondo. Nadie había salido la noche anterior, ni esa mañana mientras esperaba a los proveedores, pero tampoco me imaginé que vería a todos adentro: en total unos diez pibes, amontonados alrededor de tres computadoras. César estaba cerca de la puerta, estudiando una de las pantallas y tecleando constantemente los números que otros compañeros leían en carpetas grises y le dictaban. Golpeé la puerta. Él se dio vuelta y me dijo que entrara. Uno de los pibes tomó su lugar frente al teclado.

- Este día va a quedar en la historia como el primer triunfo del Ejército de la Información, el primer golpe al sistema. Dentro de quince minutos, cuando prendan las computadoras de uno de los bancos extranjeros más importantes, va a haber sorpresas, va a haber problemas, va a haber justicia- anunció.

El nervioso se acercó desde otra de las computadoras:

- Todo es de todos, todos somos iguales. Lo dicen muchos, pero hoy nosotros lo ponemos en práctica por primera vez.

Cuando Alfredo incendiaba los coches de la policía era el primero en enfrentarse a la consecuente represión; cuando Mauro patrullaba las calles de Once y peleaba con los fascistas que rompían las vidrieras de los negocios y perseguían a sus dueños, era el primero en defender a los que no podían defenderse solos; cuando Juan iba a las fábricas a hablar de política era el primero en mostrarles a los obreros el camino de la militancia: siempre es la primera vez. Pero César no lo sabía, y por eso continuó, emocionado:

- Tomamos todo el dinero a disposición del banco y lo repartimos por igual entre los clientes: desde hoy todos tienen exactamente la misma cantidad depositada. También borramos los registros de los saldos anteriores, o sea que el banco puede llegar a solucionar el problema, pero va a tener que consultar a todos sus clientes, y entonces todos van a saber que nada es seguro, que cualquiera que manipule la información puede tener al sistema en la mano.

Como decía el Inglés, no sabían hacia dónde estaban yendo pero iban rápido. Supe, más que antes, cómo iba a terminar todo, pero no hablé. Esa tarde, puntualmente a las seis, le pagaría al cobrador de Taia: lo que pasara después con los pibes era problema de ellos. Definitivamente había cosas más importantes que diez mil dólares, pero hablarle a los que no saben escuchar no era una de ellas. César se disculpó y volvió al teclado. Salí de la piecita y fui con el Topo.

- No te das una idea de la de boludeces que están haciendo los pibes ahí adentro.

El Topo sonrió como si hubiera ganado un premio, y no fue necesario decir nada más. Acomodamos las bolsas de café y volvimos a la vereda, donde esperaba el proveedor con la factura lista.

Esa mañana cubrí todas las deudas chicas. Cerca del mediodía entraron varios pibes a la bodega cargando más cajas y paquetes de comida. A las dos, cuando los empleados ya habían vuelto a sus oficinas y los que quedaban ya habían pedido el café, llamé a Don Martín y al Topo:

- Hoy pagamos todas las deudas: almorcemos juntos para festejar. Ustedes preparen la comida que yo traigo el vino.

Fui a la piecita a buscar un Chianti de Toscana que me había llegado unos meses atrás y que tenía reservado: el Topo sabría apreciarlo, y a Don Martín no le iba a molestar. Desde la puerta de la bodega se escuchaban las risas. Cuando entré vi las botellas de cerveza nacional alineadas contra la pared y recordé que me quedaban unas pocas de Märzbier, la única cerveza que tolero en las comidas. Estaban los mismos pibes de la mañana; la mayoría casi borrachos. Conté las botellas y no me sorprendí: había dos por cabeza, suficiente para poner alegre a un pendejo. César, en un rincón, sin hablar con nadie, miraba su vaso a contraluz. Me sorprendió que hubiera entendido algo de lo que le había dicho, que lo intentara por su cuenta. Agarré la botella de Chianti y me acerqué.

- Eso se puede hacer sólo con bebidas de verdad, pibe, no con esta agua lavada. Vení después de la cena y empezamos de vuelta.

Esa tarde, puntualmente a las seis, llegó el cobrador de Taia con tres hombres de sobretodo. Se acercó al mostrador.

- Hoy se acaban los plazos, es orden del jefe. Si no tenés la guita ahora los muchachos van a trabajar en el boliche. Y si no está para mañana, te van a buscar a vos.

Sabía que no estaba mintiendo. Como decía el Inglés, me había salvado por la piel de los dientes. Saqué el maletín de abajo del mostrador, se lo alcancé y le pedí que contara a ver si estaba todo. Levantó las cejas y contó

- Sobran cien dólares- dijo después.

Pensé en decirle que se los quedara de propina, pero había aprendido a no burlarme de hombres con tres guardaespaldas.

- No me di cuenta, dejalos a mi favor para la próxima vez. ¿Quieren tomar algo?

Uno de los de sobretodo dijo, casi con una sonrisa:

- No se puede, estamos de servicio.

Los otros dos también intentaron sonreír. El cobrador cerró el maletín. Recordé otros lunes, al esperar que se hicieran las seis, en que había pensado frases para cuando terminara de pagar, frases ingeniosas, mensajes para Taia. Pero en ese momento, entregando la plata de los pibes, me sentí derrotado. Le di la mano al cobrador y escolté a los cuatro hasta la puerta; subieron al auto y arrancaron. Ellos probablemente le darían el maletín a Taia en menos tiempo del que me tomaría regresar al mostrador. Esperé escuchar el teléfono, la voz de Taia felicitándome o quizás diciendo que contara con él la próxima vez que tuviera que endeudarme. Era bueno saberlo- Taia no era una persona con la que quisiera tener diferencias, pero era mejor saber que no lo necesitaba por el momento y que por un tiempo no lo iría a necesitar. No llamó, pero hasta la noche siguiente estuve pendiente del teléfono.

En un balde detrás del mostrador tenía una botella individual de una bodega familiar de Champagne que produce apenas dos toneles por año en botellas sopladas. Cuando recorrí la ruta del vino francés, poco antes de comprar el bar, pedí vino en el restaurante de un pueblo de veinte casas. Al olerlo supe que el artista era de ese pueblo. Pregunté por la bodega, y el dueño me llevó a una granja de las afueras. En un galpón de madera, custodiados por un perro y el hijo del granjero, estaban los tres toneles de vino y los dos de champagne: a diferencia de las otras bodegas que había visitado, donde el olor de los toneles combinados no tenía espíritu, el aroma de éstos era la continuación del pueblo, de la gente, de las casas blancas con ventanas de madera. Me llevé dos botellas de vino y la única muestra de champagne de la granja: uno de los vinos lo había tomado el día que compré el bar, la botella de champagne había decidido reservarla para cuando cubriera la deuda. Toqué la base para medir la temperatura, acaricié el corcho áspero y el alambre torcido a mano, revisé la copa, pero supe que no era así como tenía que tomarlo. Esa botella estaba reservada para alguna ocasión todavía más especial que aquella. Un maletín por el que no había hecho nada, la plata de los pibes, no era suficiente razón para descorcharla. Preparé para mí una taza de café irlandés, y para Alfredo, que acababa de entrar, su café con brandy. Me senté detrás de la caja.

A las diez de la noche entró César. Por los ojos hinchados y los movimientos torpes supe que había seguido tomando y que había dormido toda la tarde. Antes de que me saludara le señalé una de las mesas y le acerqué un café.

- Para tomar tenés que estar bien despierto, pibe, y tenés que comer algo antes. Avisame cuando te despejes y te traigo el especial del día.

A los quince minutos estaba leyendo el menú. El Topo le llevó la comida en silencio, y yo pensé que se la iba a volcar encima a propósito. El Topo es capaz de hacer esas cosas, y Mauro lo supo el día en que le dijo que Perón era el Mussolini argentino. Pero se ve que mis consejos de aquella vez le enseñaron a calmarse, porque le sirvió la comida al pibe sin decir nada y sin volcársela. Cuando César terminó de comer me acerqué a la mesa con una botella y dos vasos en la mano.

- Vos creés que tomás cerveza, pibe, pero esas botellas de litro que comprás en los supermercados son agua sucia. Cuando pruebes ésta te vas a dar cuenta solo.

Había elegido empezar por lo que él tomaba, mostrarle las diferencias en una bebida que conociera. Esa tarde había puesto a enfriar una botella de Leffe belga y una lambic con frambuesas que me había conseguido uno de los proveedores, una de las pocas cervezas con corcho de champagne. Esa botella no la llevé enseguida: si no entendía o volvía a tomar como un pendejo, no pensaba desperdiciarla. Le acerqué el vaso; por suerte no se sorprendió al encontrarlo frío.

- Algunas bebidas tienen su propia temperatura. El cognac necesita fundirse con uno, con el whisky se puede elegir la temperatura, o mejor dicho el momento, pero la cerveza es estricta: no hay que tomarla más o menos fría, hay que tomarla a su temperatura justa. Ese vaso, igual que la botella, están a cuatro grados.

Saqué la lámina de plomo y destapé la botella. Incliné el vaso y dejé caer lentamente la cerveza hasta llenarlo, controlando la espuma y prestando especial atención al fondo de la botella.

- Una cerveza no se sirve nunca por completo: siempre tiene que quedar por lo menos un centímetro. Algunos dicen que es por el sedimento, pero yo te digo que ese resto es una ofrenda que se hace al alma de la bebida. La buena cerveza es mucho más antigua que el buen vino, es la más antigua de las bebidas, y tiene una magia que no tienen las demás.

Miró el vaso como preguntando qué tenía de especial, pero no dijo nada. Empecé a arrepentirme de estar perdiendo tiempo y una botella así en alguien que nunca iba a aprender, pero ya estaban los vasos servidos y ningún bebedor tomaría de un vaso servido para otra persona, eso es cosa de borrachos.

- Tomá despacio, pensando en lo que hacés. Esta cerveza es de abadía, tiene el tono tranquilo de los monjes; dejala que descanse en la boca hasta que sientas cada parte del sabor y la textura.

Agarró el vaso y se lo llevó despacio a los labios. Lo miré a los ojos mientras la cerveza se deslizaba por debajo de la espuma, mientras sentía primero el frío y luego el meduloso lleno. Bajó los párpados, respiró hondo. La malta rebotaba contra sus labios entreabiertos. Separó el vaso, abrió los ojos despacio y me miró con decepción. Supe que se había acercado, que había estado a punto de comprender, pero que no había sido suficiente. No tenía sentido seguir esa noche: era un progreso, pero todavía no estaba listo. Decírselo, mostrarle que yo también sabía de su derrota, hubiera sido casi un insulto. Cambié de tema.

- A vos te pasa algo, pibe, estás con la cabeza en otra parte.

Dejó el vaso en la mesa. Como si el recuerdo del problema fuera una carga que le ponía sobre la espalda, habló casi sin voz:

- Lo de esta mañana salió bien, muy bien, pero me siento peor que si hubiéramos fallado. Es difícil de explicar.

Pensé en Taia, en el maletín, en la deuda.

- Te entiendo, pibe.

- Es como si de golpe no estuviera seguro de lo que hice, o prefiriera no haberlo hecho. Cuando lo planeábamos con los chicos era una cosa, pero ahora que repartimos esa plata no estoy tan seguro de que la manera sea esa. Sigo creyendo que sí, que quizás sea la única posibilidad, y que acciones como éstas pueden cambiar las cosas, pero ya no lo veo tan claro.

Alfredo me había contado una vez de la noche en que pusieron la bomba en el auto de Ramón Falcón: él era parte del grupo, pero a último momento había decidido no participar. “Era la única manera de parar a ese carnicero de anarquistas, una acción así iba a empujar la causa y desarmar la institución, pero no pude”, me dijo el día en que le sugerí por primera vez brandy de Borgoña. Estaba por decirle algo a César cuando entró corriendo uno de los pibes que había visto en la piecita esa mañana.

- ¡Vení rápido, que por la tele están pasando lo nuestro!

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